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lunes, 18 de octubre de 2010

Tiro al segno (cuento incluído en Fiel)

-Nos quedamos acá -dijo, observando el campo abierto que parecía desnudarse frente a ellos-. Nunca tiramos de este lado, ¿no es cierto? Dejá tus cosas cerca del bolso -agregó, mientras desenfundaba el máuser.
Dejar sus cosas, sí; pero ¿cuáles? Las que trabajosamente había traído no podían apoyarse en ninguna parte. Nunca pensó que sería el polígono de tiro el lugar que elegiría para encontrarse con él. Y ahora estaba viendo el máuser ya sostenido por el esqueleto de hierro y a su padre simulando una postura detrás del gatillo: su mano pesada y ancha resolviendo entre poses la graduación final de la mira telescópica.
Si supieras cómo te veía años atrás, Francisco. Ahora ya no le impresiona el modo en que fumás el cigarrillo, ni tu mano pesada sobre su hombro, ni mucho menos el tono de tu voz imponiéndose con elegancia sobre lo más templado de una garita de seguridad; porque esta vez no habrá ninguna mano pesada y ancha sobre su hombro ni creo que te hayan recordado los empleados del club. ¿Recordarás cómo te saludaban?
"Buenos días, señor".
Y entonces él, Francisco Martoy, desplegaba una sonrisa desde lo más alto con un ademán y un guiño de ojo que siempre lograba tranquilizarlo. Después decía:
"Vine con mi pibe".
Y su mano se hundía en el bolsillo del jean: primero le dabas el dinero para que él mismo pagara su entrada y después querías que fuera a comprarse una coca-cola. Ya no podés decir:
"Con el vuelto comprate una coca-cola, Lautaro".
Creció, descubrió tu secreto: el gran emperador tenía teorías livianas como un billete: los pibes no duran más de cinco minutos motivados por una idea. Todos los sábados de aquellos últimos dos meses fueron así. Lo que necesitabas, lo que vos realmente necesitabas, Francisco... En todo caso, no era tener unas horas sin molestias, sin pedidos recurrentes de un chico que se hastía rápido. Como una mujer, sí; las mujeres también se cansan.
-Andá -dijo, encendiendo un cigarrillo-, fijate si vas a poder tirar cómodo.
-Está bien -dijo, sin moverse.
Lo miró a los ojos; por primera vez desde que se habían encontrado lo miró a los ojos y después (uno de los dos tuvo que desviar la mirada, quizá fuiste vos), ya sentado a una pequeña mesita de madera, abrió el bolso, quitó el termo, el mate y un paquete de yerba. Cargó el mate con agua y, acercándose, dijo:
-Antes de irnos, te voy a dar mi número de teléfono.
Le ofreció un mate, pero Lautaro lo rechazó; tomarlo significaba acceder a una comunión a la que no estaba dispuesto a entregarse. Significa olvidar el motivo por el cual él había aceptado verlo otra vez. Y se lo dijo:
-Mamá decía que yo era el hombre de la casa.
Francisco tomó el mate de una chupada, lo dejó sobre la mesa y caminó hacia el máuser (el zapato izquierdo aplastó el cigarrillo contra el piso). Adoptó la postura con naturalidad; el dedo rozó toda la curvatura del gatillo. El dedo inquieto esperó una orden. Si estaba nervioso era sólo por falta de práctica. El disparo arrancó de raíz el silencio y se lo llevó lejos, hacia el otro lado del campo.
Al blanco.
-¡Centro! -gritó.
-Vos sabías.
-Tirá, Lautaro.
-No quiero.
-¡Tirá!
Lentamente apoyó el dedo. Lautaro sintió el frío del gatillo. Siempre decía que no se debe respirar.
Disparó.
-¿Qué te pasa? -dijo, parándose detrás de su hijo -Levantá más el hombro. Tranquilo. Retené el aire cuando vas a disparar. Concentrate. Pensá en alguien que odies, pero sin respirar, la clave es no respirar.
-Decía que se sentía más tranquila desde que vos no estabas en casa.
-Tira otra vez, y acordate de lo que te dije.
Disparó: muy lejos del centro.
Con un gesto brutal, Francisco le dio a entender que ahora era su turno.
-¿Por qué te fuiste?
-No- dijo, incorporándose-. Vos me querés preguntar otra cosa. Querés saber por qué no me fui antes.
A veces, Lautaro pensaba en eso que dijiste un día. Era sábado. Estaban en la cocina; le habías pedido, en el tono imperativo que te caracteriza, que prepara el equipo del mate para ir al polígono. Mientras tanto, vos planchabas una camisa, una camisa a cuadros, gris, y llorabas. Esa mañana llorabas, Francisco, mientras planchabas en la cocina.
-Un día te vi llorar.
-Ahora no quiero hablar de eso, Lautaro.
-Pero yo sí.
-No tiene ningún sentido.
-Ya no soy un...
Y comprendió que aquel cuerpo inmenso ya no repararía en la pose, ni en la técnica. El dedo buscó el gatillo rápidamente; absolviéndose de todo preparativo, buscó el filo del gatillo como si no lo pensara y disparó.
-Cuando una mujer que al entrar a su casa lo primero que hace es recordarte que tiene pie plano, te lo está diciendo todo.
-No entiendo.
-Tirás vos ahora, dale.
-No entiendo, ¿qué querés decir? Que mamá...
-Nada. Tirá, Lautaro.
-Explicame. No entendí lo que quisiste decir.
-Tirá, por favor.
-No entiendo.
-¿Qué carajo querés entender? ¿Sabés por qué veníamos todo los sábados? ¿Querés saber por qué cuando llegaba el sábado yo te decía: "Prepará las cosas del mate que nos vamos al polígono? Lautaro, hijo, así yo me quejara, ella siempre decía lo mismo: "Los sábados son para mí". Después de oír esa frase ridícula tenía que soportar ver cómo se maquillaba para la gran fiesta. ¿Qué fiesta podía haber un sábado a las diez de la mañana? Puta es la palabra. Dale, tirá.

No habrá concentración, no se verá nada. El blanco, a medida que pasen los segundos, se alejará más. Como la razón de estar ahí, imprimiendo una escena en el tiempo. Ya no habrá blanco, Francisco, y el cuerpo de Lautaro no querrá permanecer quieto, no querrá dejar de respirar.
Disparó.
El disparo levantó pasto.
Lautaro soltó el máuser. Francisco dijo:
-Cometiste una estupidez. Tirá otra vez.
-No.
-¡Tirá otra vez, carajo!
Y el dedo cayó sobre el gatillo como cae una última oportunidad, como se precipitaría el silencio sobre su mirada expectante y terca. Mentirosa. No respiró, Laurato esa vez no respiró; pero el disparo salió tan desordenado y brusco que terminó lastimándole el hombro. A los lejos, como un matiz de desobediencia, el viento comenzó a arrastrar de un lado a otro los restos de un pasto quemado ya muerto sobre la tierra.

Entrevista a Abelardo Castillo

Hace ya algunos años, con motivo de una revista literaria que nunca salió, le hicimos un reportaje al gran escritor Abelardo Castillo. Publicarla en el blog tiene toda la sensación del tiempo recobrado, acaso el lugar donde debiera haber un eterno agradecimiento.


E: Alguna vez dijo que fue decisivo para usted haber ganado el Premio de la Revista “Gaceta Literaria”. ¿Por qué?

AC: Lo conté tantas veces, que ya me suena a inventado. Escribí El otro Judas cuando tenía veintidós años, al año siguiente se hizo el concurso de obras teatrales de la revista Gaceta Literaria, que dirigía Pedro Orgambide. En esa época yo no tenia a nadie cercano que tuviera relación con la literatura, salvo mi novia y un amigo mío que era muy buen lector. En esos días tuve un encuentro, casi por azar, con Nicolás Guillén, que estaba viviendo en Buenos Aires. Le hablé sobre mi intención de mandar esa obra, todavía sin terminar, a un concurso. De memoria, le recité El otro judas, se la actué, hice todos los personajes. Cuando terminó mi “representación”, Guillén me dijo que si la escribía como lo contaba debía ganar ese premio. El hecho es que, al ganar el concurso, de algún modo me probé que no estaba tan loco, tan alejado de mis propósitos. En ese sentido fue decisivo para mí: o ganaba o me volvía a San Pedro. Era un disparate, por supuesto, porque un concurso nunca garantiza nada. Pero eso era lo que yo sentía en ese momento.

E: Rodolfo Grandi escribió, en un prólogo a “Las otra puertas”, que la mayoría de esos cuentos fueron escritos de una sentada. ¿Podría contarnos cómo nació ese libro?
AC: Bueno, eso no es todo así. Los cuentos que fueron escritos muy rápidamente son los que pertenecen a la primera parte del libro. “El Marica”, “Conejo” y “Fermín”, debo de haberlos escrito el mismo día o con diferencia de un día. “La madre de Ernesto” ya me costó más trabajo. Hay cuentos como “El candelabro de Plata” que son anteriores al libro y que me llevó años terminar, no años de escritura, naturalmente, uno no tarda años en escribir un cuento, quiero decir que desde su versión inicial a la que se publicó pasaron años. Pero en parte es cierto; algunos cuentos fueron escritos muy rápidamente, y con el propósito extraliterario de impresionarlo a Humberto Costantini. Quería demostrarle que podía escribir cuentos realistas. En esa época yo sólo escribía cuentos fantásticos.

E: Hay un cuento que usted definió alguna vez como su Karma: “La madre de Ernesto”. ¿Cómo surgió ese cuento, por qué creé que gusta tanto?

AC: No sé. Supongo que gusta tanto por las mismas razones que me gustó a mí cuando me lo contaron; porque en realidad ese cuento no es original mío, la historia me la contó un amigo de San Pedro, que ahora ha muerto: César Farabollini Un día llegó a casa y me dijo: “Mirá que obra de teatro se me ocurrió”, y me contó la historia de “La madre de Ernesto”. Recuerdo haberle dicho que eso no era una obra de teatro, que es muy difícil hacer una obra de teatro con un final tan cerrado, pero que era, sin duda, un tema notable de cuento. Entonces, como él cuentos no escribía, claro que tampoco escribía obras de teatro, me dijo: por qué no lo escribís vos. No había terminado de decirlo, supongo, cuando yo ya lo estaba escribiendo.


E: Hubo una polémica de mucha resonancia durante la época de la dictadura, básicamente entre intelectuales que opinaban que debían resistir desde afuera y otros que decían, como usted, que la resistencia se debía hacer por adentro.

AC: No fue exactamente así.

E: ¿Cómo fue?

AC: Yo pensaba, y pienso, que la resistencia podía hacerse desde fuera o desde dentro; y la polémica fue exclusivamente con Julio Cortázar quién sostuvo que para quienes tenían algo que decir en la Argentina la única posibilidad de resistencia era irse a París, lo dijo con esas palabras y ante eso sí reaccionamos. La polémica la escribió Liliana Heker en El Ornitorrinco, la revista que yo dirigía. Liliana contestó por todos nosotros, y tenía razón. La resistencia se podía hacer de adentro, como lo demostraba la historia de todos los países. Sartre, Camus, Simone de Beauvoir, Politzer, mil más, no se fueron de Francia durante la ocupación, y ahí estaba nada menos que el ejército nazi. Cortázar no reparaba, en ese momento, que aquí se quedaron las Madres de Plaza de Mayo, los obreros, los dirigentes obreros, todos los que ni siquiera podían irse, y que además ya se había dado un movimiento contestatario como el de Teatro Abierto, por ejemplo. Lo que yo sostenía era que tanto el exilio como la resistencia interna daban exactamente lo mismo en la medida en que esa resistencia fuera lo que se ponía en primer plano, porque también te podés ir para tomar sol en la Costa Azul , o quedarte en el país, como también sucedió, para agachar la cabeza y ser un cómplice de la dictadura.



E: ¿Qué pasa cuando un cuento se filma?

AC: Yo nunca intervengo en el guión de un texto literario. Una vez que me he puesto de acuerdo en dos o tres cosas que juzgo esenciales, dejo que el director o el adaptador se encarguen. Después doy mi conformidad o no. Pienso que la obra al ser filmada pertenece al director. En “Patrón”, por ejemplo, me gustaron muchas cosas que Rocca imaginó y no están en el cuento. En “La cuestión de la dama de Max Lange”, como era para televisión, el proceso fue inverso: Luis Gutmann, que la adaptó, debió sacar algunas escenas o algunas situaciones, por ejemplo todo el proceso de reconquista que hace el protagonista respecto de su propia mujer. De todas maneras lo que vi fue una excelente puesta, por decirlo teatralmente, de Jusid, una adaptación excelente y una excelente actuación. Nunca juzgo una adaptación en relación con mi relato, porque son otra cosa. Soy incapaz de ver cinematográficamente o en imágenes un texto escrito.




E: Usted escribió en su libro “Ser escritor” que Bernardo Kordon forma parte de un extenso capítulo aún no escrito sobre la ingratitud literaria nacional, de lo cual tenemos amplio muestrario en la Argentina, háblenos un poquito de eso.

AC: Los argentinos somos muy olvidadizos respecto de nuestros grandes hombres, como de nuestros escritores y de nuestros artistas en general. El caso de Benito Lynch, que era un notable novelista y un gran cuentista. Hay muchos buenos lectores que apenas tienen conocimiento de su obra, porque no se reedita con la frecuencia que debería. Pasa lo mismo con Enrique Banchs, en poesía, y podríamos hablar interminablemente del asunto. Cierto que ahora se está pagando una deuda cercana, empiezan a salir de nuevo las obras de Osvaldo Soriano. Pero bueno, Osvaldo era muy conocido y murió hace muy poco, yo me refiero, en ese caso, a ciertos escritores que han muerto hace mucho tiempo y que se han dejado de leer pero no porque merezcan el olvido, no, sino porque ese misterio se llama El Mercado hace casi imposible conseguirlos.



E: Hablando de Osvaldo Soriano, ¿cuál es su relación con los animales en especial con uno...?

AC: Sí, en dos cosas me parezco a Osvaldo, creo que en todo lo demás no, ni en sus opciones políticas, ni en su gordura; me parezco en mi relación con la noche y con los gatos. En eso nos parecíamos y lo hemos hablado alguna vez. En lo demás diferíamos: en nuestra concepción de la literatura, en nuestra concepción de la política, pese a que éramos amigos, no íntimos, pero, por decirlo así, nos encontrábamos siempre en algún rincón de la noche, seguidos por algún gato.

E: En su biografía figura que nació en San Pedro, ¿es cierto que le molesta un poco ser porteño?

AC: A veces los porteños me disgustan, sí, no los porteños en general, no existe el porteño en general. Pero nací en Palermo y, hasta los ocho años, me crié en Caballito.

E: Porque si vamos al caso el habitante de San Pedro también es porteño.

AC: Si porteño tiene que ver con puerto somos porteños, y además ¿qué es un porteño, alguien que vive en Barrio Norte, en Barrio Parque, en La Boca? No hay el porteño arquetípico, pero hay cierta característica del porteño que lo hace jactancioso, sobre todo en el interior. A veces sienten que son el ombligo del mundo. Me declaré sampedrino, pero soy rotundamente porteño, sí.

E: ¿ En qué momento está terminada una obra?

AC: Yo creo que una obra nunca está terminada. La doy por terminada cuando veo que no tiene más remedio, pero toda obra es perfectible. La corrección es una indecisión sobre el propio texto, y es también el intento de aproximarse a un esquema ideal que está en la cabeza y no en el papel, a lo sumo podemos acercarnos, nunca llegamos a esa especie de ideal platónico de lo que es una novela, un cuento o una obra de teatro. Hay autores que sienten la obra terminada ni bien acaban de escribirla, no es mi caso.





E: ¿Cuál es el origen de su libro: El Evangelio según Van Hutten?



AC: El origen real, en mí, de esa novela, creo que viene de los veinte años, cuando leí un libro de Edmund Wilson que se llama Los rollos del Mar Muerto. Él encontraba cierto paralelismo con los rollos que se habían hallado en el Qumram y los Evangelios tradicionales. Durante esos años se levantó bastante polvareda, después hubo un evidente ocultamiento de los rollos. Yo siempre pensé que ése era un buen tema para un libro, aunque no sé si para un libro de ficción, realmente, hasta que después de una visita a La Cumbrecita fue como si se me hubiera cerrado la novela completa, por decirlo así, en la historia de Van Hutten, que trata y no trata de los rollos del Mar Muerto. En cuanto al tema de Judas, lo tomé de mí mismo. Que hay un malentendido en cuanto a la traición de Judas es algo que vengo sospechando desde que tengo quince años. Por supuesto no pretendí probar nada, ni escandalizar, sencillamente quería escribir una historia.


E: ¿Qué pasa cuando un escritor trabaja un personaje femenino desde lo afectivo, como por ejemplo en su obra teatral “A partir de las siete”?

AC: El teatro universal está lleno de personajes femeninos escritos por hombres. Creo que un artista en el momento de la creación carece de sexo en el sentido tradicional de la palabra, como carece de edad, como carece hasta de ideas políticas; si uno escribe verosímilmente a un hombre que tiene ideas políticas contrarias a las que sustenta, ése personaje debe ser creíble, por lo tanto debe hablar y pensar con una verdad que no es la del autor; del mismo modo cuando un escritor pone en teatro, en un cuento o en una novela, a un personaje femenino como protagonista, en ese momento está sintiendo y pensando como mujer, pasa lo mismo cuando una mujer escribe un personaje masculino, es como si ahí careciera de sexo. ¿Cómo se podría escribir con verosimilitud, si no, a un chico de ocho años o un anciano de ochenta, o a alguien que no tiene la misma profesión que uno? No es un problema que yo tenga claro formalmente, sé que se puede hacer y se hace. Y que a veces sale bien lo demuestra el monólogo de Molly Bloom del Ulises de Joyce.


E: Hablemos un poco de lo que es el monopolio editorial argentino. Si un autor novel se acerca a una editorial, hablando en criollo, ¿le dan bolilla, o no le dan bolilla?

AC: Hoy no, en absoluto.

E: ¿En los años sesenta había más posibilidades para los escritores jóvenes?

AC: En los sesenta era más accesible para un escritor novel escribir y publicar, por razones económicas; además era posible publicar revistas literarias, cosa que hoy es muy difícil, aunque han salido varias últimamente, entre ellas una se llama Lanzallamas que tiene mas o menos las características de las de la época del Escarabajo de oro, y alguna otra que he visto, como Oliverio, y está también La mujer de mi vida, y ahora la de ustedes. Pero pese a todo sigue siendo muy difícil. Cuando yo publiqué mi primer libro ya era conocido como cuentista, nada más que por el hecho de haber publicado en revistas literarias, y así pasaba con Costantini, o con poetas como Gelman, que empezó publicando en una colección de libros independiente, llamada El pan duro. Era también posible, por razones económicas, la existencia de editoriales como la de Jorge Álvarez, que publicaba autores noveles, cosa que hoy no ocurre. Ninguna editorial publica un autor desconocido, aunque vaya recomendado por el mejor escritor argentino. La única posibilidad para un escritor joven es ganar un premio importante, suponiendo, además, que el premio sea justo y no haya confusas intervenciones extraliterarias. Lo malo es que casi no existen concursos para libros de cuentos. Se cree que el cuento es un género que no vende cuando en la Argentina la mejor literatura en prosa, desde El matadero, está hecha casi esencialmente por cuentistas. Hay, además, una censura que a veces suele ser peor que la censura política de los gobiernos dictatoriales: la censura económica, el poder restrictivo del dinero.


E: ¿Qué le quedó de Borges?

AC: Lo que nos quedó a todos los escritores: una lección esencial acerca de lo que debe ser la dignidad del lenguaje. La lección de Borges puede ser ejemplar para un escritor, aunque tenga una idea del mundo totalmente distinta a la suya. No creo estar diciendo nada nuevo si digo que la prosa de Borges es la más deslumbrante que ha dado la lengua castellana después de Quevedo. Eso no significa que se deba escribir como Borges o que me parezca el mayor escritor argentino. Pienso que tanto Marechal como Arlt, para un argentino, son escritores tan o más considerables que Borges. Me refiero, únicamente, a su legado como prosista.

viernes, 15 de octubre de 2010

Primer capítulo de la novela CUANDO TE VI CAER

  Tenía quince años cuando descubrí que engañaba al hombre que yo más admiraba en el mundo, y no sólo por tratarse del padre que me había elegido, o acaso fuera justamente por eso, porque me había inculcado un respeto feroz hacia ese hombre que, sin ser mi padre, afrontó como un héroe la obligación de criar a un niño poco después de regresar de la guerra de las Malvinas.
  Aquel sábado a la mañana, cuando la reconocí, ella estaba parada en la esquina de la plaza, frente al hospital Zubizarreta. No sólo tenía una mezcla de cansancio e inquietud en su manera de esperar, había algo más: todo su cuerpo parecía denunciar la tardanza de una persona. Sólo le prestaba atención a los automóviles. Y ahora yo estoy ahí, mirándola como un guardabosque sorprendido, incapaz de evitar la propagación del fuego, o hasta algo peor, ya que estoy seguro de que hubiera bastado con levantar una mano para que me viera, y, sin embargo, me oculté en un kiosco, mejor dicho: detrás de una máquina rellena de ositos de peluche.
  No creo que pueda acercarme otra vez a ninguna de esas máquinas traga monedas sin que su imagen regrese a mí tal cual como la vi vestida aquella mañana de sábado. Recuerdo que llevaba una pollera oscura, apenas por encima de las rodillas, y las botas de cuero, que Francisco le había regalado para Navidad; tenía también una blusa de color rosa que nunca le había visto antes y una cartera pequeña y liviana como una insinuación asomándose desde su cintura. Vulgar; esa es la palabra que me impide decir que todo en ella me resultó a su vez familiar y ajeno. No sólo me molestó verla vestida de esa manera, era el lugar pero también la hora, y el hecho de que yo la había visto, no hacía mucho, amanecida de bata y molesta, enjuagando una taza con leche que tuve que rechazar porque llegaba tarde a un partido de fútbol. No es fácil de explicar. Acompañada de Francisco no me hubiera molestado que se vistiera de ese modo, pero al estar sola todo en ella cobraba un nuevo sentido. Había una provocación innecesaria en sus gestos, en la impunidad de sus gestos que tal vez...
  Hace años que tengo un sueño recurrente: quiero hablar de ella, siento la necesidad imperiosa de contarle a alguien lo que vi aquella mañana pero apenas comienzo a hablar me encuentro en un vagón en penumbras. Miro a mi alrededor: hay un solo asiento. Yo no estoy sentado, por el contrario, camino cada vez más de prisa, nervioso, y, por cada vagón que recorro, me alcanzan un montón de sensaciones: soy aquello que ella no quería mirar, la impaciencia en sus ojos, soy un pensamiento que reverbera filoso, la hoja de plátano que corrió a un lado con la punta de su bota izquierda, el cuero inexpresivo de su bota ignorando la mirada de un automovilista que sonreirá lo inconfesable, soy la hora suicida arrojándose desde su muñeca, el sonido estridente de un disparo de revólver sobre mi vergüenza, soy la canilla que quedó goteando en casa, soy la obligada taza con leche y el partido de fútbol que no jugué, lo último que pensé antes de cruzar la calle, soy todo eso y acaso más en el momento exacto en que ella sonríe y levanta una mano y acomoda la cartera delante de su vientre para acercarse a un automóvil que estacionó en doble fila.
  Ya no es un sueño; la puerta del acompañante se abrirá en cualquier momento, pero antes, levemente, ella se asomará a la ventanilla, golpeará el vidrio y saludará: su mano ensombrecerá la fresca expresión de su cara. Ahora es cuando definitivamente se abre la puerta, entonces ocurre algo: vacila, sí, y entre los segundos que tarda una puerta en abrirse o una sonrisa en apagarse, ella miró hacia una esquina y luego hacia la otra, nunca hacia donde yo estaba escondido; y fue tan torpe, tan asqueante su manera de mirar hacia un lado y al otro, que yo también quise con todos mis quince años que de una buena vez se metiera dentro del automóvil y se fueran. Cuando el automóvil arrancó, luego de que ella lo besara en la boca, sentí tanta vergüenza que me puse a llorar: el estómago se me hizo un nudo al ver que la ventanilla del conductor comenzaba a bajar maquinalmente mientras se detenían... Fue el silbato lo que me desconcertó. No podía creer lo que estaba por suceder: la presencia del policía me aterrorizó salvajemente. Temblé. Recuerdo que temblaba agazapado en mi sufrimiento mientras los dos bajaban del automóvil. Un taxista curioso aminoró su marcha, luego esquivó confiado y se perdió abandonando una estela de personas desesperadas por saber lo que estaba sucediendo. Un espectáculo lamentable, terriblemente patético. Y ya veo que algunos chicos con sus bicicletas señalan al policía y también a ella. Siento un escalofrío. O acaso es lo que experimento ahora al recordar un puñado de curiosos; porque lo que realmente sentí en aquel momento fue vergüenza, una vergüenza profunda, parecida al sufrimiento. Muy distinta a la que pueden sentir los adultos. Ella había mirado hacia las esquinas porque le hubiera causado vergüenza que la vieran, no lo que hacía. Y ahora gritaba y hurgaba dentro de su cartera. No podía abrirla; se encontraba tan nerviosa y tan sola frente al policía que yo no pude hacer otra cosa que pensar algo terriblemente absurdo: respirando hondo, me dije que el policía se daría cuenta de que era uruguaya. La van a llevar detenida por uruguaya, pensé, recordando las palabras del tío Migliano. Porque sabía lo que le hacían a los extranjeros, especialmente a los peruanos y a los bolivianos, una vez que les pedían los documentos. Mi tío Migliano lo había contado en casa, durante la sobremesa de un domingo. Apenas mi tío y yo nos quedamos solos le pregunté horrorizado si a los chilenos les hacían lo mismo, y no me contestó. Le pregunté por los paraguayos y tampoco me contestó nada. Entonces le pregunté si había olvidado que mamá era uruguaya. Recuerdo lo que dijo y su carcajada grosera, su carcajada manchada de olor a vino:
  –Los uruguayos no existen–dijo. Y luego agregó–: Ser uruguayo es un estado de ánimo.
  Relacioné la presencia del policía con los documentos de mi madre. Al respirar hondo, de alguna manera manifesté el alivio de haber encontrado una causa, un motivo, una verdad. La necesitaba por absurda que fuera. Hablar de ingenuidad o desesperación no tiene mucho sentido, no importa ya. Sé que fue aquel sábado a la mañana cuando perdí definitivamente la ingenuidad. Nadie podrá imaginar nunca de qué manera las palabras estallaron sobre mis quince años. Escucho las risas de aquellos dos hombres y de repente lo comprendo todo, absolutamente todo: el policía había confundido a mi madre con otra clase de mujer. Entonces lo dije yo también; con la mirada del mundo grité furioso lo mismo que uno de los hombres le había dicho al otro tan despreocupadamente segundos antes de entrar en el kiosco. Y salí corriendo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

El arte como sustituto de la vida.Henry Miller.

El arte como sustituto de la vida

    Es demencial ponerse a pensar, siquiera un minuto, en la idea de que son los sufrimientos y las tristezas y las desolaciones de los grandes hombres, que logran poner esas desdichas en palabras, las que nos salvan a nosotros, los que podemos, únicamente, apreciar y contemplar y aprender de ellos. Dije salvar; quizá sea un error. Acaso salvar sea sólo una de las tantas vertientes que uno pueda adoptar. Porque también existe la idea del refugio, como modo de huir de la realidad del mundo para adentrarse en los universos de estos grandes hombres. Pinta tu propia aldea y serás universal, dijo Tolstoi. Hay libros que aparecen frente a nosotros como epifanías. De hecho, el mismo Abelardo Castillo concibe la posibilidad de que sean los libros los que saltan a nuestras manos y no nuestras manos las que buscan, temblorosas, a las palabras. Hay libros como epifanías, sí. Vale. Pero también hay autores como epifanías. Como la demostración cabal y más acabada, digo, y más intrínseca y más irrefutable del ser. Henry Miller, todo (sus cartas, sus libros de viaje, sus novelas, sus ensayos, sus cuentos o relatos cortos no del todo perfectos, sus poemas dispersos a lo largo de su obra, los homenajes que él mismo ha hecho de sus propias epifanías), todo, digo, fue como el descubrimiento de una verdad enormísima y sagrada, en mi adolescencia. Pero mi adolescencia no importa. Tampoco mi descubrimiento o, si se quiere, su acercamiento hasta mis manos, un poco mágica y un poco imprescindiblemente.
   “Ocúpate de las cosas pequeñas, porque las grandes se hacen solas”. Esto lo escribió Miller en su ensayo llamado “La lectura en el retrete”. Aquí está la aldea. El resto del mundo, el que lo lea, será lo que complete esta frase: esa parte “universal” de la que hablaba el escritor ruso. 
   Jacob Boheme escribió en alguna parte que aquel que no muere antes de morir está perdido cuando muere. Aquí podríamos cifrar no sólo la literatura de este escritor norteamericano nacido en Nueva York en 1891 y fallecido en Los Ángeles en 1980, sino toda su vida: él morirá para renacer en cada muerte. Así, tanto obra como autor están íntimamente ligados y se necesitan. Esta es la clave: él no escribirá ficción en el sentido de la invención de historias que provienen puramente de su imaginación; su literatura, sus libros, sus palabras mismas, serán él mismo. Serán lo que este escritor sangre del mundo. Su cosmovisión entera se desplegará brutal y violentamente en toda su obra. Para comprenderlo mejor, él mismo ha escrito que toda su producción es como un espejo de sus días. Incluso partiendo (en forma desordenada) de su niñez o su primera adolescencia como el fragmento inolvidable llamado Distrito catorce en la segunda parte de su primera trilogía: Primavera negra.
   Miller tiene alrededor de veinticinco libros publicados. Obra extensa, si se tiene en cuenta, que si bien comienza a escribir de joven, le es permitido publicar (por motivos – ilógicos creo – que explicaré más adelante) a la edad 43 años en 1934, su novela Trópico de cáncer, que será el comienzo de su personal descenso a los infiernos, como pasa con Dante, como pasa con Virgilio.
   Esta primera obra se publicará en París, ciudad donde residía Miller tras irse enojado y enfurecido con el país que vio morir su infancia y su juventud. Es por estos años, con el lanzamiento de su novela inicial, cuando comienza a gestarse uno de los grandes problemas en la vida de Miller: la prohibición. Por un lado alabarán esta obra autores como T.S. Eliot y Cendrars considerándola de innegable importancia y validez al tiempo que chocará furiosamente contra la opinión de las autoridades inglesas y norteamericanas que declararán Trópico de cáncer como un libro pornográfico prohibiendo su circulación. Comenzará, de este modo, a librarse otra batalla que también será constante: la de la obscenidad. Claro que si pensáramos en el verdadero significado de esta palabra, comprenderíamos que en Miller lo que se ha llamado falsamente obscenidad no es tal, debido que donde participa el sentimiento, no participa ¡y hasta hace desaparecer automáticamente! a la pornografía. Sobre todo si tenemos en cuenta a la palabra obsceno en su sentido estricto y primero, en su valor antiguo que denota mostrar algo que no debe mostrarse. Esto, en Miller, no tendría sentido alguno ya que no hay nada censurable, nada prohibido. Lo que sí debiera de serlo son ciertas críticas que intentan derribarlo inútil y deslealmente.
   A partir de que se publica Trópico de cáncer, Miller vive cinco años más en París, donde publica dos novelas: Primavera negra (si bien esta obra no es estrictamente una novela ya que es en realidad una recopilación de ensayos, relatos y cartas) y Trópico de capricornio. También publica Max y los fagocitos blancos (serie de ensayos, cuentos, comentarios y cartas). Transcurridos esos cinco años, se traslada a Grecia donde lo espera su amigo Lawrence Durrell, con el cual comienza a escribirse en el año 1935 y con quien forjará y mantendrá una estrecha y feliz amistad hasta la muerte de Miller, en 1980.
   Permanece allí (en París) un tiempo hasta que la segunda gran Guerra lo obliga a regresar a Estados Unidos en 1940. Ese mismo año, ya en su país natal, redacta El coloso Moroussi, El mundo del sexo, Días tranquilos en Clichi y comienza a delinear y a escribir la primera parte de su segunda trilogía (La crucifixión rosada): Sexus. Los dos años siguientes viaja por Estados Unidos y, utilizando las impresiones y experiencias de esa travesía, escribe Pesadilla de aire acondicionado y Recordar para Recordad. Deben pasar tres años más a partir de esa excursión por su país para concluir con Sexus y escribir, luego, el resto de su obra, como: Los libros en mi vida, El libro de mis amigos, Nueva York ida y vuelta, la sabiduría del corazón, Un domingo después de la guerra, entre otros.
   De ese modo, Miller, comienza a erigirse a sí mismo y a ser erigido por un público que ve en él no ya a un escritor pornográfico, sino a un profeta, a un hombre que arroja luz sobre un mundo oscuro y sumergido en las espantosas tinieblas que ha provocado el género humano. Así, la luz que irradie, la luminosidad que proyecten sus obras hablarán por él ¡y él hablará clara y directamente por medio de sus palabras! en el tono que hace que Henry Miller se haya convertido en lo que es. Tono de una brutal sinceridad, de una violencia salvaje y de un lirismo feroz, descarnado y crudo.
   Hasta aquí hemos dado tan sólo un testimonio superficial del escritor norteamericano. Sin embargo nos gustaría acercarnos todo lo posible al carozo del asunto, como le gusta decir a David Viñas. Así se nos plantea un problema: el de la consagración. Al momento de elevar a un autor de manera absoluta y taxativa lo hacemos bajo la condición o el título de “autor clásico”.
 Si nos atenemos a la definición de esta nomenclatura, definiríamos escritor clásico (o autor del arte en general) como un hombre que ya no puede ¡y mucho menos debe! ser discutido. El autor clásico es. Pero, y es precisamente en este punto donde surge nuestro dilema, cómo designar a un autor del S. XX como clásico, puesto que esa denominación les es dada a los artistas luego de pasado un tiempo prudencial. No obstante, podríamos referirnos a Henry Miller no ya como un autor clásico desde el punto de vista estético, sino como un autor romántico eliminando así la variante tiempo que nos impide consagrar a este escritor cuya obra sí nos parece indiscutible.
   Y ahora, volviendo a la década de 1930, ocurre un hecho insoslayable en la vida del norteamericano: conoce, en su estadía en Francia, la obra de Arthur Rimbaud. Miller se ve reflejado, como un espejo demasiado monstruoso, en el poeta francés. Así, El tiempo de los asesinos, se transformaría en realidad en una búsqueda incesante de la otra cara que devuelve el espejo, esa otra imagen que refleja a Henry Miller haciendo de este libro no un mero ensayo formal, sino precisamente eso: la desesperada búsqueda a través de analogías y afinidades entre ambos. Es en este libro donde Miller se revelará a él mismo, al lector y también al mundo (como ese triple efecto que produce la poesía) considerando al artista no valioso en sí mismo, sino por lo que pueda ofrecerle al mundo y al hombre. Este libro será otra prueba cabal de que si bien a Henry Miller la sociedad le importa, no en los términos de una simple nomenclatura, sino en relación con el lugar que ocupa cada persona en el mundo. Aquí él exalta lo que llamó “el suicidio en vida” de Rimbaud, que considera la mejor forma de protesta y revelación contra la sociedad. […]“Cuando sentimos lástima por su suicidio, en realidad sentimos lástima por nosotros mismos, porque nos falta el coraje necesario para seguir su ejemplo”[…], dice Miller. Este crudo pasaje no es más, se nos ocurre aquí, que la catarsis griega, pero invertida. En esta catarsis del sigo XX no habrá un temor por parte del público a parecerse al personaje y descubrir que pueden sucederle las mismas atrocidades. No. Habrá más bien un temor por no tener el valor que tuvo el poeta francés para llegar a ese “suicidio en vida”. Ahora bien, donde sí habrá una verdadera catarsis, no ya del publico en general, sino por parte del propio Miller frente a sus propia obra, será en su trilogía de La crucifixión rosada, de la cual dirá en Trópico de capricornio:[…] “el drama que el hombre de hoy está actuando por medio del sufrimiento no existe para mí. Todos mis calvarios eran crucifixiones rosadas, en broma, seudoragedias” […]. Esta trilogía será, igualmente, la clave para entrar de lleno en el infierno personal donde ha comprendido que sufrir es inútil.
   Por otra parte, para muchos es incomprensible que, por un lado uno de sus temas capitales sea el hombre (sincrónica y diacrónicamente), al tiempo que haga tan explícito ese odio tan profundo que siente hacia su país y hacia su pueblo, […] “¡Norteamérica! ¡Qué lejos pareces ahora! La distancia no lo explica. Hay algo más. Cuando pienso en Nueva York pienso en un niño gigantesco que juega con potentes explosivos”. […] Más adelante continúa: […] “Cómo o por qué se erigió un rascacielos carece en absoluto de importancia. Está ahí… ¡Eso es lo que importa! ¡Hechos! ¡Hechos! Te pegan en el ojo, te tiran redondo al suelo, te pisotean. Caminas entre hechos día tras día. Comes hechos” […] Y concluye: “¡Eso es Nueva York! Es el interior de un reloj que funciona perfectamente en un caos increíble. Nadie jamás ha estado fuera de él, mirándolo desde fuera. No hay quién sepa qué es un reloj. El reloj marca el tiempo a la perfección. ¿Qué clase de tiempo? Pregunta que ningún norteamericano se formula. Es la hora…o más bien es un reloj ¡O un mecanismo que se asemejaría a un reloj si en la conciencia de los norteamericanos hubiese algo capaz de imaginar un reloj. Pero no hay nada…” […]. Ese rechazo demasiado sanguíneo y demasiado visceral por su patria aparece representando a Estados Unidos como un gran desierto inanimado, despoblado de toda vida porque nada sobrevive al infierno abrasador de una tierra alejada y distante de cualquier hálito de esperanza. También la gente que deambula y “vive” en esa tierra, será inconsciente y autómata, término (este último) que para Miller es el antónimo del concepto de libertad. Sólo con la muerte de esa mecanización absurda y terrible existirá la plena autoconciencia, la única libertad. El autor niega, entonces, la validez de cualquier institución, ley o costumbre. La base de este rechazo está sostenida en la imposibilidad de urdir la imagen de su propio pueblo con la imagen platónica de lo que un pueblo es. Por eso Henry Valentine Miller tendrá esa ansia abrumadora de recobrar el paraíso, no ya de su propia juventud, sino la añoranza  de reencontrar la vida de un mundo que parece como muerto. Y es en esta añoranza, justamente, donde se debatirá; esta ansia que jamás llega: ni con las mujeres ni con los largos paseos nocturnos entrando y saliendo de teatros de revista ni con la soledad misma que, como decía Bernard Shaw, “es una gran cosa lástima que uno esté solo”. Quizá haya recobrado ese paraíso perdido para siempre en su propia literatura y en la literatura de los autores que lo han ayudado a sobrevivir. Porque, como plantea él desde su primera palabra en su primer libro hasta el final de sus días, para cambiar la sociedad hay que cambiar antes (necesariamente) al hombre. Asimismo Miller se siente unido al mundo, a la tierra como una totalidad; en cambio, por lo que no sentirá jamás una afinidad será por la civilización, sea cual fuere. […] “Hoy me enorgullezco de decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos y principios. No tengo nada que ver con la crujiente maquinaria de la humanidad: ¡pertenezco a la tierra!”[…]. Esta cita de Trópico de cáncer es una prueba fehaciente de que el tema principal en este libro es la liberación personal, que iniciará luego su resurrección en Sexus, Plexus y Nexus, renaciendo de la muerte con un previo paso por el infierno que todo hombre debe atravesar si realmente quiere llegar a ser lo que es.
   De este modo toda la obra que sigue está escrita por ese personaje que se ha liberado y ha roto esas cadenas que lo ataban a un irremediable pasado. Primavera negra (segunda parte de su primera trilogía) es el preludio o la antesala a ese infierno, transformándose Trópico de capricornio en la tentativa de abrir deliberadamente esa puertas del Hades propio. En esta novela, que es en realidad un extenso y verborrágico monólogo, el escritor (y el personaje) van y vienen con la libertad que de a poco van conquistando. Luego de este descenso sobreviene (como en todo héroe) un ascenso, que en el caso de Miller será lento y feroz, y hacia la vida, como quien resurge de la muerte, o como quien se despierta de una atroz pesadilla. En este despertar hacia la vida de las cenizas de la muerte, aparecerá el personaje femenino que ayudará al Henry Miller-personaje (y hombre) a encontrar su propio lugar en el mundo. Mona es la que lo impulsará a ser escritor; es el personaje femenino que, gracias a su constante apoyo, quedará inmortalizado para siempre en las páginas de sus libros. Es, si se quiere, su sibila, la que lo toma de la mano y lo conduce por el oscuro camino de regreso a la vida. Por eso, como dijo alguna vez Isidoro Blaisten, “la medida del hombre es la mujer”.      
   Ella, junto con los demás personajes en sus novelas, son los que instalarán a Miller como uno de los clásicos del sigo XX.
   “El sufrimiento – dirá en las páginas finales de Plexus – es innecesario” […] “En el último momento desesperado – ¡cuando no puedes sufrir más! – ocurre algo de carácter milagroso. La gran herida abierta por la que se derrumba la sangre de la vida se cierra, el organismo florece como una rosa”. Por eso creemos que para Henry Miller, en cada herida de la vida, en cada golpe como del odio de Dios, como dice Vallejo, hay una gran esperanza de una eterna libertad.
   Nunca dejó de escribir, ni cuando estuvo casado con alguna de sus cinco esposas ni en alguno de los eventuales trabajos que conseguía ni mientras le redactaba cartas a todos sus amigos pidiéndoles dinero ni furioso contra el mundo ni enamorado de una mujer a la cual le llevaba más de sesenta años de edad. Lo que nos queda de él son más de dos docenas de libros innegables y una postura frente al hombre, frente a la vida y frente al arte en general, que, como afirmó Durrell, el hombre que encarna la lealtad y la amistad, “estará entre esas torres de la creación como Whitman y Blake, que nos han dejado no sólo obras de arte, sino un cuerpo de ideas que explican e influyen todo un tipo de cultura”.
 
Por Nicolás Mazía

lunes, 11 de octubre de 2010

Diario

  

   Y de pronto se impuso el silencio,
   como si la realidad
   hubiera encontrado un abismo
   para palabras pedregosas,
   o acaso es lo que yo pienso ahora,
   viéndome ya convertido totalmente en escritura,
   desangrándome sobre letras colmadas de relieves
   como sierras estampadas sobre las hojas de este diario
   cuya imagen final será una huída.

Viaje

  Toda la fuerza de mi desconsuelo para deslizar un cierre:
  larga hilera de dientes apretados por la impotencia.
  La ayudé sin disimular mi enojo con un día
  que se había metido subrepticiamente por la ventana:
  sin hacer ruido, sin romper nada.
  Todo aparentemente intacto a mi alrededor.
  Las valijas cerradas me inquietan.
  La tuya me da miedo.
  Se lo dije.
  Exagerado, respondió.
  No sonrió; hizo algo que me molestó más:
  esquivó mi mirada.
  Tenía las manos frías, sudadas.
  Yo, no ella.
  Nada hacía presentir el menor atisbo de duda.
  Había amanecido tan resuelta,
  tan segura de sí misma que me desconcertó.
  En cierto modo, la envidié.
  Sentí que ya no me necesitaba.
  ¿Cuándo fue la primera vez que habló de este viaje?
  ¿Un mes y medio, dos?
  ¿Dónde había estado yo todo este tiempo?
  Ahora sí que comenzaban a pesarme
  todos aquellos días de silencio:
  un baúl del tamaño de mi egoísmo
  lleno de tardes y noches
  en que me negué a escucharla
  para encerrarme en mi vida
  como un escapista encadenado a su especulación:
  no sería capaz de irse.

Recensiones póstumas

La verdadera formación no es formación para un fin, sino que, como todo anhelo de perfección, tiene sentido por sí misma. Así como el deseo de fuerza física, destreza y belleza no tiene ningua finalidad, cual podría ser la de hacernos ricos, famosos o poderosos, sino que lleva en sí la propia recompensa, la recompensa de aviviar el sentimiento vital y la confianza en nosotros mismos, de hacernos más felices y alegres y de darnos una mayor sensación de seguridad y salud, tampoco el ansia de formación, es decir, de perfeccionamiento espiritual e intelectual, es un camino trabajoso hacia fines bien delimitados, sino una ampliación benefactora y vigorizante de nuestra conciencia, un enriquecimiento de nuestras posibilidades de vida y felicidad.

 
  Hermann Hesse.

LA CIRCUNSTANCIA DE QUE SEAS TÚ EL LECTOR.

...Es trivial y fortuita la circunstancia
  De que seas tú el lector de estos ejercicios, y
  Yo su redactor.
  J.L.Borges: Fervor de Buenos Aires


  ¿Quién es, si acaso es definible, el lector de Jorge Luis Borges? Sin entrar en terrenos idealistas, la pregunta no parece tan fácil de responder. En términos de mercado no puede equipararse al lector de García Márquez, por ejemplo, puesto que no hay un lector definible: son todos, y, al mismo tiempo, no es nadie. Si Borges adora incomodar al lector exigiéndolo, no es menos cierto que también logra desarraigarlo con brutalidad de esa falsa comodidad que nunca se llamó literatura y donde, por otra parte, nunca faltaron cruces de vínculos dispares e inusitados. Es cierto que una obra puede abordarse de diversas maneras, su significación nunca es unívoca, pero tampoco puede haber cualquier sentido (pienso en una lectura muy asentada en las escuelas que se le hizo al cuento que Borges le publicó a Cortázar, donde se confunde ideología con intención estética). Un lector atento intuye que es tan complejo anular significaciones donde aún no ha llegado a comprender, como sumar criterios y relacionar una multiplicidad de conceptos que harán aumentar, finalmente, lo que en términos de Umberto Eco será su propia enciclopedia. Percibir equivale a una lucha descarnada por encontrar sentido. Gadamer afirmó que la relación entre texto y lector obedece a la lógica de pregunta y respuesta. El texto es, pues, la respuesta a una pregunta; dicho de otra manera: sólo percibo en un texto aquello que tiene que ver conmigo. Lo cierto es que la respuesta dada a mi pregunta nunca es plenamente suficiente, de manera que el propio texto plantea también preguntas y es ahora el lector al que le toca encontrar las respuestas. De lo que resulta que la lógica de pregunta y respuesta se presenta bajo su forma dialéctica o, ya que se trata de epistemología, bajo la forma de círculo hermenéutico. Leer al autor del Aleph implica, indefectiblemente, recorrer la Biblioteca para poder generar nuevos eslabones de preguntas y respuestas. El lector de Borges es inquieto, quiere abrir puertas; adentrarse en su obra es como recibir un manojo de llaves: el mero hecho de elegir una, generará angustia. Inquietud y angustia definen un tipo de motivación y allá va el lector, a veces, en busca de la crítica especializada que lo ayudará, si es honesta (reveladora y no dogmática) y motivadora (no excluyente), a encontrar las fuentes, revelar citas, desenmascarar lo apócrifo, mostrar un guiño que el autor le hizo al lector (o a sí mismo) o echar luz sobre un tópico antes vedado por la incomprensión. Como ocurre con todo acto enunciativo, no hay modo de controlar los niveles connotativos de un mensaje, pero puede leer a Alazraki, por ejemplo, quien descubrió un modelo estructural basado en el espejo como modelo que puede aplicarse a todos los relatos, más allá de sus diferencias individuales. Lo cierto es que un autor llevará a otro: Alazraqui, Roland Barthes, Beatriz Sarlo, y otra vuelta de tuerca hacia la literatura con Chesterton, Coleridge, De Quincey, Johnson, Virgilio, Horacio, y ad infinitum ya que no es ninguna novedad que Borges concibe la obra literaria como reelaboración de la literatura, es decir, como reformulación de la lectura de obras anteriores; y es ahí donde estriba su originalidad, entendiendo esto último con su significación etimológica: la de ser fiel al origen. Gerard Genette afirmó que el tiempo de las obras no es el tiempo definitivo de la escritura, ni el tiempo indefinido de la lectura y la memoria. El sentido de los libros está delante de ellos y no detrás, está en nosotros, un libro no es un sentido dado de una vez para siempre, una revelación que nos toca sufrir, es una reserva de formas que esperan sus sentidos, es la ‘inminencia de la revelación que se produce’, y cada uno debe producir por sí mismo. No hay una relación directa entre los niveles de lectura y las competencias que tenga el lector, aunque no deja de ser cierto que cuanto más aumenta su enciclopedia, más puede exigirle a Borges, y, paradójicamente, éste nunca defrauda. Un lector culto podrá ver en el Aleph un descenso a los infiernos; el camino iniciatico: katábasis, anábasis y la búsqueda del fatum prófugus; puede otro advertir un nivel de meta-lenguaje: una discusión sobre la literatura de la mano de Carlos Argentino Daneri, o no puede todavía encontrar ninguna de estas lecturas y comprender acaso un cinco por ciento del total de la trama. Ese cinco por ciento será cultura. Mañana el lector robará unas horas al día para perderse en la biblioteca pensando en lo que alguna vez dijo Unamuno: que ningún lector es el mismo de un día para otro. O, parafraseando al célebre sofista refutado por Platón, pensará con una sonrisa que Borges es la medida de todas las competencias. Cada lector tiene su Borges personal, es cierto. Más aún: leer es un acto de felicidad, aunque no por eso deja de implicar un esfuerzo.¿ Quién es el lector de Borges? Alguien que asume el desafío, sea recorriendo anaqueles con la lupa de la crítica especializada o, simplemente, minado por la duda como quería Aristóteles.

UNA MESA PARA EL VINO DE HORACIO Y PABLO NERUDA

Nadie ignora la importancia que el vino ha tenido y tiene dentro de la literatura. Como afirma el doctor Fraschini: comenzando por Homero –el episodio del Cíclope-, pasando por los escritos de Hesíodo -los pasajes dedicados al cultivo de la vid- en los Trabajos y días-, o en obras como Las bacantes, de Eurípides, en Virgilio sobre todo en el libro II de las Geórgicas, incluso en el Antiguo Testamento (El origen del vino, en el episodio de Noé .Génesis, IX. Los beneficios de la moderación en el consumo del vino. Proverbios, XX, en Eclesiastés X, y tantos otros). Más tarde en la poesía medieval –Libro de buen amor o los Carmina Burana-, los románticos –Keats, Espronceda, etc- los modernistas –Baudelaire, Verlaine,- hasta los contemporáneos y, por sobre todo, hasta el poeta chileno Pablo Neruda. El vino ha estado junto a la literatura desde siempre, o como diría Horacio: “Si se ha de dar crédito, docto Mecenas, al viejo Cratino, ninguno de los poemas escritos por bebedores de agua pueden gustar ni perdurar largo tiempo. (..) Homero nos descubre su afición al vino por los elogios que de él hace. El mismo padre Ennio, a no ser bebido, nunca se lanzó a cantar las armas”. Mi propósito es comentar dos poemas de Pablo Neruda (El Vino y Oda al Vino) desde una perspectiva horaciana, o, si se prefiere, establecer un espacio propicio para que ambos poetas dialoguen. No se trata, por lo tanto, de falsas analogías ni de ceñidas comparaciones. Se trata, sí, de ejercer ese derecho tan maltratado que todo lector tiene a la hora de adueñarse de sus lecturas. Ex nihilo nihili, sentenció Lucrecio. Y como la palabra original sigue significando ser fiel al origen, quizá por eso, conciente de la importancia que tiene el vino como tópico dentro de la historia literaria. Pablo Neruda escribió en su Oda: “(...) vino, liso / como una espada de oro / suave / como un desordenado terciopelo / vino encaracolado / y suspendido / amoroso/ marino / nunca has cabido en una copa, / en un canto, en un hombre / coral, gregario eres, / y cuando menos, mutuo (...)”. Y Horacio, que le ha dedicado gran parte de su obra a ese “estrellado hijo de la tierra”, sabe que el vino puede provocar el alejamiento de las preocupaciones, del dolor, el temor y de todo mal. Conoce sus virtudes y los efectos que se manifiestan en el hombre: “Quo mihi fortunam, si non concedetur uti? (...) Contracta quem non in paupertate solutum…”Epist I,5 (¿Qué hay que no libere la embriaguez?: descubre secretos, afirma las esperanzas como realizadas (...), alivia la carga de los espíritus angustiados (...) ¿a quién no liberaron de su estrecha pobreza?), o: “Capaciores affer huc, puer, seyphos /et Chia vina aut Lesbia/ (..) /curam metumque Chesaris rerum iuvat/dulci Lyaeo Solvere...”. Epod. IX (Trae aquí, muchacho, copas más grandes y vino de Quios o Lesbos, o escancia un Cécubo para calmar el vacilante mareo, es agradable ahogar en dulce Liceo las preocupaciones y temores habidos por los asuntos del Cesar). Asuntos, después de todo, mortales. Y en palabras de Pablo Neruda: “A veces te nutres de recuerdos /mortales, / en tu ola / vamos de tumba en tumba / picapedrero helado / y lloramos / lágrimas transitorias (...)” El núcleo fundamental de la lírica horaciana, afirma el doctor Fraschini, es el tiempo, no ocurre lo mismo en la obra de Pablo Neruda, por supuesto, sin embargo hay ciertos versos que bien podrían dialogar con el poeta latino desde una perspectiva epicúrea: la imagen de la primavera como modelos de vida, su inexorable destino hacia el invierno. Imagen que está asociada a la conjunción vino-perfume-flores, de la que se goza mientras no llega la muerte. Neruda dirá: “No entraste en esta casa para que te arrancara / un pedazo de ser. Tal vez cuando te vayas / te lleves algo mío, castañas, rosas o / una seguridad de raíces o naves / que quise compartir contigo, compañero. / Canta conmigo hasta que las copas / se derramen dejando púrpura desprendida / sobre la mesa”. Y en la Oda al Vino: “Pero no sólo amor / beso quemante /o corazón quemado / eres, vino de vida, sino / amistad de los seres, trasparencia /coro de disciplina / abundancia de flores (..) / tu hermoso traje de primavera / es diferente / el corazón sube a las ramas / el viento mueve el día / nada queda / dentro de tu alma inmóvil. / El vino/ mueve la primavera /crece como una planta la alegría / caen muros / peñascos / se cierran los abismos / nace el canto”. Ya en el final del poema: “Nosotros cantaremos con el vino fragoso / de la tierra: golpearemos las copas del Otoño, / y la guitarra o el silencio irán trayendo / líneas de amor, lenguajes de ríos que no existen, / estrofas adoradas que no tienen sentido”. Y Horacio, por su parte: “Huc vina et unguenta et nimum breves /flores amoenae ferre iube rosae...”Od., II,3. (Manda traer aquí vinos y perfumes y rosas, flores demasiado efímeras, mientras que tu situación y tu edad y el hilo funesto de las tres Parcas lo permiten) O bien: “Cur non... / Assyriaque nardo potamos uncti? / Dissipat Euhius curas edaces. Quis puer ocius restinguet ardentis Falerni (…)” Od., II, II (¿Por qué, mientras es posible, no bebemos tranquilamente echados a la sombra de este alto plátano o de este pino, perfumado con rosas nuestros canos cabellos..) También: “Quod si dolentem nec Phrygius lapis / nec purpurarum sidere clarior /delenit usus nec Falerna ... Od., III, I. (Y si ni la piedra de Frigia ni el uso de las púrpura, más brillantes que las estrellas, ni las vides Falernas ni el costo Acamenio consuelan al que sufre...).“Illie omne malum vino cantuque levato/deformis aegrimoniae dulcibus alloquiis”. Epod XII (Una vez allí, desecha todos tus males con vino y con cantos, dulce consuelo de la fea melancolía) Finalmente: “Nescis quo valeat nummus? Quem praebeat usum?/Panis ematur, holus, vini sextarius, adde/quis humana sibi doleat natura negatis”. Sat I.I (¿No sabes para qué sirve el dinero? ¿Qué utilidad puede tener? La de comprar pan, legumbres, un sextario de vino, y añádele todo aquello que la naturaleza humana reclama si no tiene...). El poeta chileno, cantará: “Que lo beban / que recuerden en cada / gota de oro / o copa de topacio / o cuchara de púrpura / que trabajó el otoño / hasta llenar de vino las vasijas / y aprenda el hombre oscuro /en el ceremonial de su negocio /a recordar la tierra y sus deberes / a propagar el cántico del fruto”. Al momento de materializar en palabras -ordenar según una lógica- lo que instintivamente cualquier lector realiza (establecer conexiones, imaginar un encuentro, postular una hipótesis de lectura) siento la necesidad de aislar los siguiente versos de la perspectiva de Horacio. En la Oda al Vino, Neruda evoca la figura de una mujer, la celebra sobre lo más intenso de su cosmología: “(...) Amor mío, de pronto / tu cadera / es la curva colmada / de la copa / tu pecho es el racimo / la luz del alcohol tu cabellera / las uvas tus pezones / tu ombligo sello puro / estampado en tu vientre de vasija, / y tu amor la cascada/ de vino inextinguible / la claridad que cae en mis sentidos / el esplendor terrestre de la vida(...)”. Establecer conexiones, imaginar un encuentro no menos ficticio que anacrónico, postular una hipótesis de lectura comparada, acaso eso y más, es lo que da principio y fin a la palabra literatura. En suma, lo que hace el lector cada día en su siempre delicada soledad. Nuestra generación –me refiero a los lectores y escritores que han nacido durante la década del setenta- no podrá leer nunca la obra de Pablo Neruda desde la perspectiva que la leyó aquella generación que ha visto derrumbado su sueño tras la muerte de Allende, por ejemplo. Se me objetará que eso ocurre siempre. De acuerdo, no leemos el Quijote como lo leyeron sus contemporáneos. Ocurre que Pablo Neruda nació hace cien, en términos literarios sabrán los críticos lo que significa. Su muerte, todavía temprana, está demasiado cerca de esta nueva generación que bien podría sentir que ha perdido una parcela de sombra donde leer sus poemas. Para los que gustan de etiquetas, Pablo Neruda va camino a ser un clásico, pero no es menos cierto que ya hay hombres para quien, como quería Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda es poesía, todo él se ha convertido en poesía.
“Dame la mano, encuéntrate conmigo,
simple, no busques nada en mis palabras
sino la emanación de una planta desnuda.
Por qué me pides más que a un obrero? Ya sabes
que a golpes fui forjando mi enterrada herrería,
y que no quiero hablar sino como es mi lengua”.
  (XVII. El Vino.)

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Hacia el final de Besos Robados, Antoine y Christine, sentados en el banco de una plaza, disfrutan de un inocente amor correspondido, digno de los iniciados. Súbitamente se acerca hacia ellos un hombre anónimo e intimidante, se detiene frente a la pareja y anuncia: “Señorita, sé que no le soy del todo desconocido. Hace tiempo que la vengo observando sin que se dé cuenta, pero desde hace unos días ni intento ocultarme. Y ahora ha llegado el momento. Verá, antes de conocerla a usted nunca había amado a nadie. Odio lo provisional. Conozco bien la vida. Sé que todos traicionan a todos, pero lo nuestro será diferente. Seremos un ejemplo. No nos separaremos ni una hora. Yo no trabajo, no tengo obligaciones en la vida. Usted será mi única preocupación. Comprendo que esto es demasiado súbito para que acepte inmediatamente, y que antes desea romper los lazos provisionales que la atan a personas provisionales. Yo soy definitivo... soy muy feliz.” La pareja, que se mantuvo inmóvil durante el monólogo, se para y camina en silencio durante los últimos segundos de película.

Para quienes consideramos que un artista es, entre otras cosas, una persona capaz de comprender y hacernos comprender su propia visión del mundo, muchos de los nombres que han sobrevivido a guerras, pestes y crisis económicas estarían hoy sepultados bajo el duro asfalto de la posmodernidad. Pero afortunadamente el Tiempo, a pesar de su espíritu contradictorio, no nos ha privado del privilegio de presenciar las veintiuna confesiones sobre el amor, las mujeres y la infancia, que conforman la obra de François Truffaut. Un hombre que en plena década del setenta dijo: “Estamos en el siglo XX, el siglo de los filósofos. El XIX fue el de las novelas. Probablemente, en el mundo del cine, yo sigo siendo un hombre del siglo XIX que se atreve a contar historias”. Pero a la vez afirmó: “Soy un testigo del siglo XX a pesar de mí. Y a ese respecto citaré las acertadas palabras de Dalí: No te esfuerces por ser moderno. Por desgracia lo serás inevitablemente”.
Su primer largometraje Los Cuatrocientos golpes (1959) dio inicio a una tendencia cinematográfica que se denominó Nouvelle Vague, cuyos puntos fundamentales podríamos encontrarlos en el artículo “Une certain tendance du cinéma français”[1], especie de manifiesto escrito por Truffaut durante su etapa como crítico, iniciada a los veinte años y coloreada de una sagacidad sorprendente. En esa película pone en tela de juicio la visión idealizada de la adolescencia que cada uno de nosotros se obstina en sostener pues, para Truffaut, la adolescencia deja un recuerdo placentero sólo a aquellos adultos que son incapaces de recordar. Así, seremos testigos de las dificultades que debe enfrentar el niño Antoine Doinel (personaje que inicia aquí y durante cinco películas su vida como alter ego del director) y de la traumática relación con su madre, a la cual muchos teóricos cinematográficos adjudican la importancia de las mujeres en todas sus películas. Pero esa respuesta psicoanalítica, incompleta por cierto, no es más que producto de la inútil necesidad de explicación del arte buscada incesantemente por todo trabajo crítico. Pues, adhiriendo a las palabras de Lawrence Durrel, “aplicarle los principios freudianos a un artista es vaciarlo de su sustancia mítica, de lo que verdaderamente es” y ello significaría perder al hombre creador y consciente tras la obra. Pensemos simplemente de cuánto nos perderíamos si intentásemos comprender a Rimbaud, por ejemplo, confiando en la plena significación que encierran algunos conceptos como “Psicosis Esquizo-Afectivas”, o en el caso de Pavese, definirlo como “depresivo psicogénico”. En cualquier caso nos encontraríamos aplicando axiomas de tipo matemático a obras de arte. Axiomas estructurantes de un sistema que incluye, dentro de la sintomatología de los trastornos del estado de ánimo, una categoría que se define como excitación intelectual, es decir: logorrea, réplicas fáciles, memoria viva, imaginación brillante e inventiva.

De esta forma, establecer paralelismos entre la vida y la obra de François Truffaut resultaría una tarea fácil, pero a la vez poco enriquecedora, en razón de que estamos en presencia de un hombre que supo amar y comprender lo que hacía, con la convicción de que hacer una película es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo. Y una prueba de ello es su aclamado film La noche americana (1973) considerada la mejor película sobre cine.

Su tercera película, Jules y Jim (1962) es la adaptación de la novela homónima de Henri Pierre Roché, y presenta la historia de dos jóvenes, austriaco uno y francés el otro, que a principios de siglo entablan una profunda amistad, y que los lleva a enamorarse de la misma mujer, Catherine. Si bien Jules logra desposarse con ella, el triangulo amoroso no tarda en establecerse.

Lejos de conformar un film que abunde en desgracias, llantos y traiciones, Truffaut aparta hacia un lado la mala influencia de los celos y coloca en el sustrato de la relación a la amistad por sobre todas las cosas: mágicamente la mirada trágica de la infidelidad desaparece, pues una nueva moral ha sido planteada, y mientras Jean Luc Godard estrenaba su despiadada crónica en doce episodios del descenso de una mujer parisina hacia la prostitución, Truffaut componía su himno a la vida y a la muerte.

Hacia la primera mitad de la película, una canción cantada por Catherine (Le tourbillon de la vie o El torbellino de la vida) nos recuerda el tono melodramático del film y nos dice que “coincidimos una vez, luego una segunda, nos separamos una y otra vez, volvimos a reunirnos, y nos dimos afecto, luego nos separamos, solos, cada uno por su lado, envueltos en el torbellino de la vida”, mientras los acordes de una alegre guitarra saltan por detrás y dos hombres atentos aman más y más a esa mujer.

Sea cual sea la edad en la cual uno se enfrente a una película de Truffaut y presuponiendo cierto grado de sinceridad con nosotros mismos, seremos parte de una transmisión de experiencias que nos acerca y empuja de la película misma. De esta forma, al terminar de ver cualquiera de sus trabajos sentimos que hemos vivido equivocados en muchos aspectos, pero que nada es irremediable: ya sean las relaciones matrimoniales en Domicilio Conyugal (1970) o la dificultosa relación entre el mundo de la infancia con el mundo adulto en La piel dura (1976) o la aceptación de la muerte en La habitación verde (1978). Su forma de presentarnos una situación sin necesidad de establecer una opinión puntual, nos recuerda a los diversos autorretratos que Rembrandt a realizado a lo largo de su vida en un afán de comprender por qué lo único inmutable eran sus ojos, absortos y atentos en su propio rostro.

En este sentido es que nos aproximamos a su personaje más auto referencial, Antoine Doinel. A través de él y junto a él aprenderemos que el rencor no es un sentimiento sino una postura que adoptan los débiles frente a la vida, aprenderemos también que los celos son tontos si uno no es capaz de asesinar o que una obra de arte no sirve para liquidar viejos problemas porque sino ya no lo es.

Antoine Doinel es la consecuencia de la profunda simbiosis que se estableció entre Truffaut y Jean-Pierre Leaud desde Los cuatrocientos golpes y durante toda una vida. Una amistad paternal que navegaba entre el aprendizaje y la admiración y que ha madurado hacia un trabajo conjunto de elaboración de un personaje cinematográfico como nunca antes y hasta ahora se ha visto. La maduración de un niño, de un joven y de un adulto para quien las mujeres y la literatura son alcanzables solamente a través del amor. Siempre con una despreocupación característica de una personalidad como la de Charlot. Es de esta manera que Doinel y Truffaut imaginan y llevan a cabo sus proyectos, bajo los preceptos básicos de un sistema artístico que los envolvió desde un primer momento y que les permite tener el coraje de hablar sobre lo que conocen, lo que han sentido y lo que vivirán. Y es allí donde Balzac entra en juego y despliega un claro entramado de influencias bajo los aspectos más sutiles. Aquí vale detenernos un momento pues, a este respecto, el ejercicio de la escritura y la lectura se establecen como imprescindibles en el cuadro cinematográfico que compone, y encontraremos referencias literarias (y fundamentalmente a la palabra escrita) completamente desnudas a la mirada ingenua, que desde allí establecerán una penetrante relación con la praxis vital, con la cotidianeidad de los personajes. De esta forma, muchos de sus protagonistas serán parte de un proceso de asimilación de la literatura que nos recuerda a la afiebrada señora Bovary engendrada por Flaubert.

Es sumamente sorprendente el encantamiento que produce en ciertos hombres el hábito de la lectura o la escritura, hasta convertirse en necesidades fisiológicas, incluso en hombres cuyas historias personales se diferencian completamente, como es el caso de Truffaut y Flaubert. Debo aclarar que mi intención no es igualarlos desde el plano de lo artístico sino desde la importancia que le otorgaron a la palabra escrita, ya sea en forma de cuento, de novela, de carta o de guión. Pero, a pesar de pequeñas diferencias temáticas, Truffaut intenta alcanzar la mano de su compatriota para estrecharla fuertemente y coincidir con él en la importancia que adquiere la memoria y los recuerdos en la elaboración de una obra artística.

Es decir que en sus películas, aunque resulte paradójico, las palabras (como le mot juste de Flaubert) se deslizan fluidamente frente a nuestros ojos predominando por sobre las imágenes, que naturalmente, se nos presentan como el reflejo de la luz sobre los objetos. Y así sentiremos la presencia de Truffaut en cada diálogo, en cada carta y en cada libro que aparezca en sus películas.

Como decía anteriormente, la infancia, el amor y la vida como oposición a la muerte omnipresente, conforman los ejes temáticos reconocibles de su obra. Sin embargo, sería adecuado añadir que en el momento de realizar una visión abarcativa de sus films encontraremos ciertas claves que nos ayudaran a comprender las relaciones que se establecen, en el mundo de Truffaut, entre sus tópicos más recurrentes. Estas claves, como perlas de un hermoso collar, son atravesadas por un hilo incorpóreo que explica la lógica subterránea de lo que vemos; se establece una conexión esencial y recurrente: el Arte. Así, Antoine Doinel se reconcilia con su adolescencia a través de la figura de Balzac, Charlie Kohler abandona su exitosa carrera pianística por irreconciliables decepciones amorosas, Bertrand Morane decide escribir un libro para recordar a las mujeres que pasearon por su vida y Lucas Steiner dirige una pieza teatral desde el exilio.

Pese a todo, y teniendo en cuenta las características mencionadas hasta aquí, la tarea de situar generacionalmente a Truffaut no ha sido fácil. ¿Desde dónde sino situar a un hombre que de cara a la década del setenta se animó a sostener que “la vida no es nazi, ni comunista, ni gaullista, sino anárquica”?[2]. ¿Desde dónde establecer vínculos cronológicos con un hombre que comprendió que todo lo que se halla en los dominios de las emociones reclama lo absoluto? El único camino posible, si es que nuestra curiosidad no ha sido saciada, es comprender a la Nouvelle Vague desde su perfil más relevante, es decir, despojándonos de todo el lenguaje cinematográfico y empapándonos del adanismo más absoluto.

Aquel grupo de jóvenes y agudos críticos cinematográficos que se protegieron bajo el ala de André Bazin, se vieron frente a la oportunidad de poder transformar con sus talentos aquel cine que denostaban y de seguir los pasos, con su cámara-stylo, de aquellos a quienes consideraban autores. El fruto de ese proyecto, del cual también recordamos nombres como Godard con sus rupturas del lenguaje cinematográfico, Chabrol y su análisis de la sociedad burguesa o Resnais experimentando con la interdisciplinariedad artística; el fruto de ese proyecto, decía, ha logrado colocar al director de cine en el status de autor, con todo lo que ello implica. Evidentemente para Truffaut ello implicaba la combinación en el celuloide de dos puntos de vista que resultaban ser el mismo: “Nuestra mejor película es quizá aquella en la que logramos expresar al mismo tiempo, voluntariamente o no, nuestras ideas sobre la vida y sobre el cine”[3]. Estas palabras, como granos de polen que enmarcan una concepción del arte, recorrieron el mundo depositándose sobre los oídos atentos de jóvenes directores y fecundaron su ambición artística para finalmente permitir que florezca un cine de otras características. Gran cantidad de floricultores fuera de Francia se han formado a la luz del inmenso sol de la modernidad, y aquí en Argentina debemos recordar a Leonardo Favio, Leopoldo Torre Nilsson y Rodolfo Kuhn, entre otros.

Afortunadamente, esta condición de autor que se le ha adjudicado al director de cine, lo ubica dentro del campo artístico como un ser creador e individual, y ello acarrea consigo deliberadas intenciones de trascendencia. Es decir, que si la trascendencia es enemiga del tiempo y los elegidos por los dioses mueren jóvenes, como sentenciaron los griegos, sería adecuado pensar que la labor artística es una incansable lucha contra la muerte. François Truffaut era plenamente consciente de ello y en esa forma agachaba la cabeza, apretaba los dientes y trabajaba en artículos, libros, guiones y películas, hasta que a los cincuenta y dos años dio su último suspiro. Sin embargo, polemizando a Sartre, alcanzó a decir: “Lo que hacemos es más importante que lo que somos. Si das más importancia a lo que haces te empeñarás en fabricar objetos o cosas que pueden perdurar. No perdurarán por siempre, pero si más que nosotros”.

Por Marcos Krämer

Ahora


me doy cuenta

de que se trataba

simplemente


de un modo de exteriorizar


una sensación profunda


hasta comprirmirla


en un acto aparentemente trivial

como es una sonrisa.

El amigo de Rilke

Nunca amamos a nadie. Amamos, tan solamente, a la idea que nos hacemos de alguien. Es a un concepto nuestro-en suma, a nosotros mismos- a lo que amamos.
                                             

He llegado

He llegado a ese punto en que el tedio es una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo.

                                                                                                                                            P.

Desasosiego

 He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo y yo no. Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizadod entro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.

viernes, 8 de octubre de 2010

“Que estén tranquilos todos los solitarios y tolerantes, el amor es un eterno soportar” FIEL-post scriptum

La fidelidad –cuando se estipula o formula– resulta un pacto entre farsantes, o en contadas ocasiones, entre ingenuos o tontos. La fidelidad, cuando se da ese imponderable, es un delgado y oculto caudal que corre subterráneo, necesariamente silencioso e imperceptible, sobre todo para los que son inocentes beneficiarios de semejante entrega. Claro que también están ciertos monógamos que son como los patizambos, que no tienen otra posibilidad de serlo, que la sortija del tiovivo de la vidales ha caído por única y última vez en las manos. Esos están ahí y se acabó, no hay ni mérito ni crítica, simplemente dejémoslos transcurrir. Pero volviendo a lo nuestro, el fiel quimicamente puro tiene que estar en paz, tiene que emanarle la fidelidad como perfume de gracia, pero no en su clara monogamia, no en su abstención. Quien se abstiene no es feliz, es un sistemático desdichado, para que valga, uno tiene que tener la inusual intención de verlas pasar como bellos paisajes y nada más, nada más. Para mayor desaliento, el estudio del comportamiento animal, la etología, con sus más rigurosos, inquisitivos y actualizados estudios, está llegando a la desencantadora conclusiónde que las parejas arquetípicamente fieles del mundo animal (los pingüinos o los caballitos de mar, por dar dos ejemplos hasta ahora ejemplares), bueno, lo son sólo en apariencia, se tiran alguna cana, alguna pluma o alguna escama al aire, son infieles, circunstancialmente infieles, pero infieles al fin. ¿Es que acaso el amor como la felicidad no son circunstancias? El resto es empeño. Estos cuentos, en su mayoría, nos hablan de la infidelidad, de ese ir y venir de la gente, de los entrecruzamientos, de los embrollos que esto provoca. Pareciera que para el autor, el mundo es un gran torbellino de pasiones que nunca cesa. Tal vez sea así; es que todos de alguna manera u otra, nos reconocemos en algún episodio o en algún recodo de estos cuentos. Acá está el humano buscando desesperadamente el ser feliz, al menos un poquito, y cuanto más cerca de una cama esté, será mucho mejor. Sebastián Basualdo nos da el testimonio de la nueva generación que, al igual que los que ya hemos pasado por esas turbulencias, procura la meta del amor, que siempre es conflicto, aun en sus remansos, pero que es lo único que nos justifica la vida. Lo demás es cartón pintado. “Que estén tranquilos todos los solitarios y tolerantes, el amor es un eterno soportar”. Nos aquieta desde el pasado el evidentemente poeta chino Lo-Fu. No creemos que sea tan así, tal vez resulte algo más edificante suponer que el amor es un eterno batallar.

  B.Rivadavia.

Ella

Quizá porque había comprendido que era finita
hacía de cada instante una renovación de sí misma