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lunes, 30 de mayo de 2011

Fiel, de Sebastián Basualdo. Por Fernanda García Curten


El silencio, de raíz
Por Fernanda García Curten


Sebastián Basualdo
“Fiel” (relatos)
Bajo la luna
2010


Muchos años después de la publicación de “El Sonido y la Furia”, William Faulkner confesaba no poder dejar a un lado esa historia; a pesar de las sucesivas escrituras que componen la novela siempre la sintió incompleta, y habría querido volver a escribirla si eso significaba sacarla por fin de su cabeza. En un sentido no tan distinto, ni tampoco tan lejos, Antonio Di Benedetto decía que con cada nueva obra un escritor no hace más que intentar un mismo libro –ese libro único, ineludible, quizá inabarcable- cuya legitimidad se reconoce, sin duda, en las páginas deFiel”.
Reescribir que no es repetir sino escribir de nuevo.
Puede llamarse Lautaro o Julián, Marcos o Francisco, puede ser alguien del que sólo nos llega su contemplación desolada de las cosas, un adolescente despavorido en un cuarto abarrotado de silencio, incluso una mujer “amenazada por la luz”. Los protagonistas son varios, es cierto, pero al igual que en “Cuando te vi caer” (Bajo la Luna, 2008) este viejo-joven-protagonista, presente de un modo u otro en los relatos de “Fiel”, bien podría ser uno solo: el protagonistís o primer luchador de los antiguos griegos en la dimensión existencial de una Buenos Aires inevitable; el jugador al que le sale, una y otra vez, la misma carta. El niño forzado a ser “un hombrecito” mediante una complicidad aprendida, implicado en la ignorancia, envuelto en un saber incómodo que apremia y puede arrastrar a la muerte o a la adultez. Un padre acorralado puesto a jugar en esa deriva cotidiana de niños y hombres solos donde la figura femenina es ausencia pero, sobre todo, abandono. La mujer ausente pero que en cada vestigio –una taza sin enjuagar, ropa tirada, un teléfono que no suena- es activa en su ausencia. Y el hombre debe hacerse solo, rehacerse solo, y no desertar de sí mismo porque el daño nunca se detiene y socava. El hombre se reinaugura en su agonía.
Para el primer luchador/jugador de los relatos de “Fiel” las cartas están echadas desde siempre y a cada momento; ya todo sucedió y nada deja de suceder. Su mirada es parcial, unilateral, violenta: la de un chico traicionado o un hombre humillado. Sebastián Basualdo logra instalar al lector en este mundo masculino alumbrado inexorablemente por mujeres donde, como bien señala Elsa Drucaroff, la violencia de género se sufre desde la condición de varón. La mujer maltrata, ofende, niega mientras sonríe, no aparece o lo hace de espaldas, vistiéndose, brutal e invulnerable, perfectamente ajena ya, como una madonna aureolada de bolsos, valijas y cajas de mudanza; lista a irse para siempre -o peor aún, por unas horas- hacia un tiempo y espacio vedado a estos hombres niños, un lugar establecido en la clandestinidad, maquillándose asquerosamente, adonde lleva una cartera demasiado pequeña para una madre.
No importan, en esta historia, las razones de las mujeres. No es asunto de este libro abrir esa puerta condenada. En el mundo de los personajes de Basualdo esa mujer que engaña o abandona no tiene perdón y a la vez es inmune -o impune-; una especie de hada maligna que desde la mirada del hijo o el marido se sustrae del hogar y se mueve más allá –con una vida paralela, un pasado secreto o un futuro posible- por fuera de la historia, pero que actúa más acá como el efecto secundario de un remedio o el residuo de un veneno olvidado.
Una vez más, desde una prosa necesaria, limpia, sin fuegos artificiales y con genuino espesor literario, el autor deja ver pequeñas escenas infernales de la vida familiar -entendiendo lo infernal como aquello que puede alojarse en una situación a priori inofensiva- a través de relatos abiertos de una claustrofobia perfecta. Momentos críticos, puertas que se cierran y se abren al comienzo o final de cada escena cuya entrada o salida deja al protagonista, esté donde esté, invariablemente adentro.
El escenario del hogar es incierto y peligroso. A la luz del día, aquellos objetos no elegidos o abandonados quedan a la vista con la inerme pasividad de una pava que se ha enfriado hace horas o el impudor de una cama sin tender en un cuarto que ya invaden los ruidos de la ciudad y de la vida que pasa en otra parte. Las señales de lo cotidiano delatan lo que se silencia. En soledad, las formas habituales cobran doble filo, asestan reveses. Una foto intrusa en el cajón de la ropa íntima, un corpiño colgando de una silla o la marcha trunca de un zapato parecen defender la confusa intención de su dueña ausente o ser la prueba de una dejadez cometida. Los personajes que sí están no pueden construir más que miedo con ese inventario de materia dolorosa. En cambio, la obsesión es cimiento, piso, paredes, techo, mesa.
“Hay cosas que uno hace por amor”, exige el personaje de Lautaro. O por desesperación, quién sabe. Pero estos hombres las hacen. No sostienen: aguantan. Fluctuando en esa geografía doméstica, náufragos entre restos de una catástrofe inadvertida hacen, tienden, recomponen, acompañan. Con casi nada, abren un vital pedazo de cielo. Cuidan a esos niños que también son cómplices y saben, y que a su vez cuidan a los hombres que no pueden dejar de saber. Con los dientes ya desafilados bajo el bozal montan una bicicleta que pedalea en falso. Apuntan certeramente aunque deciden desviar el tiro. Reconstruyen su castillo de naipes (la única misión posible) porque no hay más material que este para levantar el mundo, y cada naipe pesa lo que una piedra.
Rulfo, ese hacedor de silencios, dijo alguna vez que el escritor no desea comunicarse sino que quiere explicarse a sí mismo. En la oportuna brevedad y en el recorte deliberado que hacen estos relatos se advierte una firme paradoja: la voluntad de silencio, de contar “hasta ahí” escribiendo con las palabras omitidas pero con un lenguaje presente en la obsesión de volver, siempre, sobre eso. Sin perder su autonomía, las escenas no se cierran en sí mismas sino más allá. O quizá no se trata de cerrar si no de reabrir una y otra vez. Porque con cada palabra el autor construye empecinadamente su texto –dicho en singular, como totalidad, en su acepción de tejido- con los puntos sueltos y los agujeros de la historia. Con crudeza, sin regodeo y bajo un dolor auténtico “Fiel” consigue el tono de una radio que alguien escucha bajita a la mañana o de quien habla solo mientras se afeita. Apunta allí y dispara a otro lado, hacia adentro. Como ese disparo de máuser que “arranca de raíz el silencio y se lo lleva lejos, hacia el otro lado del campo”, cada relato se planta con voz única y delimita, callando a gritos, la frontera de aquel vacío ensordecedor.
La aparición de este nuevo libro de Sebastián Basualdo atestigua un territorio conformado, con lo escrito y lo no escrito, por la potencia narrativa de ese libro que nunca termina. De igual modo que ante una fotografía familiar cortada con tijera se puede comprender la forma invisible del pedazo faltante -no así recobrar la imagen de ese abismo- el lector queda atravesado, incompleto, con la sensación de estar corriendo en el mismo lugar, como en esas pesadillas sin monstruos pero igualmente angustiantes. Para aquellos que ya han visitado “Cuando te vi caer”, la certeza, quizá, de haberse deslizado por una puerta lateral a la trastienda de la novela sorprendiendo a sus actores reales desarmados o a medio vestir, y darse cuenta que siempre ha sido así y que no hay tal detrás de escena ni descanso, que la vida lo ocupa todo.


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miércoles, 25 de mayo de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de AMOR


Miércoles, 19 de enero de 2011
LITERATURA › SEBASTIAN BASUALDO CRITICA EL MACHISMO EN LOS CUENTOS DE SU LIBRO FIEL
“La fidelidad o infidelidad dependen
del cristal con que se mira la cuestión”,
afirma Basualdo.
Imagen: Gentileza Valeria Furman

De qué se habla cuando se habla de amor

Los relatos son una suerte de continuidad de Cuando te vi caer, la primera novela del autor. “La mujer se mira a sí misma como objeto a ser contemplado por haberse educado en el canon de un mundo pensado para los hombres”, afirma.

Por Silvina Friera
Un polígono de tiro es el escenario del reencuentro entre un padre y un hijo que hace tiempo que no se ven. Lautaro, el hijo, rechaza hasta el mate que le ofrece Francisco. “Tomarlo significaba acceder a una comunión a la que no estaba dispuesto a entregarse”, se lee en “Tiro al segno”, el primer cuento de Fiel (Bajo La Luna), de Sebastián Basualdo. No hay chances de restaurar ese vínculo roto, quizá mucho antes de que el padre se fuera de la casa. Las heridas del pasado no dejan de sangrar. Gotean dosificadas, en diálogos truncos que sugieren los fragmentos de una totalidad deliberadamente escamoteada. La ex esposa, la madre de Lautaro, es el verdadero blanco. “Puta es la palabra”, escupe Francisco la frase que cifra al macho dolorido por la infidelidad. Como si fuera el segundo capítulo de una novela sobre el discurso amoroso y las relaciones de pareja, en “Conversación”, el relato contiguo, emerge la voz de la madre, una voz que para Lautaro resulta agresiva. Además de que él es muy joven todavía para entender algunas cosas, la madre le recrimina el hecho de que no deja de ser un hombre también. “Yo quise hablar, pero él nunca más quiso verme”, intenta justificarse ante los reclamos de un hijo que se anima a juzgar a su madre. Y a su padre “postizo”, como comprenderá el lector al final de ese segundo cuento que repone la información eludida del primero.
La docena exacta de breves e hipnóticos cuentos que integran Fiel compone los vectores de un universo en sintonía con la primera novela de Basualdo, Cuando te vi caer. El trío protagónico de esa novela –madre, padre “postizo” e hijo– continúan capitalizando los réditos de un universo familiar complejo, lejos de la postal armónica, ideal y tranquilizadora que supo construir para la generación del escritor, los nacidos a fines de los años ’70, la serie La familia Ingalls. El fantasma de la guerra de Malvinas sobrevuela nuevamente –de un modo más tangencial– en uno de los cuentos, “Fotografía”, donde aparece la foto de Francisco con el chaleco salvavidas de color naranja cubriéndole por completo el tórax y la tira de un casco verde abrochado a un mentón rígido. Si en la novela Lautaro revisa los mitos y construcciones heroicas del lenguaje con las que se educó, los cuentos cuestionan el andamiaje de un discurso machista que está en los cimientos de la educación sentimental del protagonista. “La fidelidad o infidelidad dependen del cristal con que se mira la cuestión; parecen textos machistas, pero en el fondo hay una crítica a ese machismo”, subraya Basualdo a Página/12.
“Si uno habla de fidelidad, está hablando de una cultura que está ligada al lenguaje y al modo en que percibimos el amor; cómo el hombre se relaciona con el amor y qué prácticas le están permitidas socialmente al hombre, pero a la mujer no. Si el hombre tiene muchas mujeres, es un ganador. En cambio, la mujer que tiene más de un hombre es considerada una puta. La misma acción llevada a cabo por el hombre se festeja en nuestra cultura, pero en la mujer es castigada y se le pone una etiqueta pesada. La crítica al machismo no aparece sólo por este lado, sino también por cómo vivimos el amor, qué relación tiene el hombre con la mujer como posesión, como objeto –plantea el escritor y profesor de literatura en escuelas secundarias–. Cuando la mujer es infiel, parece que al hombre lo destruye por completo. Pero habría que ver en qué sentido lo destruye, porque la fidelidad o infidelidad no prueban absolutamente nada con respecto al amor. Lo que sí demuestra, quizás, es el modo en que somos educados –desde el psicoanálisis, el judeocristianismo y el marxismo– en un sentido del amor como anulación del otro. En la posmodernidad, ¿hablar del amor es ser fiel? ¿La fidelidad tiene que ver con el amor?”
 
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lunes, 2 de mayo de 2011

Viendo fotografías con el tío Willy




Intentó materializar en palabras
ese contundente instante
en el cual cabe toda una vida
bajo el orden arbitrario
de la reminiscencia
y después (riendo)
cerró el álbum familiar
diciendo que si realmente
una imagen
vale más que mil palabras
entonces
intentara explicarle (a él)
el concepto de la compasión
con un millón de esos daguerrotipos.