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miércoles, 23 de febrero de 2011

Buenos Aires por Rafael Barrett

El río y los ferrocarriles hacen el drenaje de la dispersa riqueza, condensándola transitoria o permanentemente en Buenos Aires, que es el mercado, el puerto, la aduana; que es la capital, por ser el capital, anexando el gran volante de la admninistración a la feria de las vanidades y de los negocios. Buenos Aires, que por ser caja fuerte es tribunal y cuartel; Buenos Aires, alambique céntrico, teatro instructivo de la lucha de clases en la América latina, Buenos Aires, donde los miles que usufructúan el lujo y los cientos de miles obligados a fabricar el lujo y a usufructuar la indigencia, se mezclan unos con otros en la democracia de las calles -la única democracia de estas latitudes-, se aprietan y se frotan, cargándose de una electricidad de venganza...

domingo, 20 de febrero de 2011

Si fuera explicable y necesario

Si fuera eso solamente
sería mundado
muy cercano
a lo que puede experimentar
cualquier mortal.
Si fuera ansiedad
de lo inmortal
sería muy magro
Absolutamente equilibrado
explicable y necesario
para los que imaginan paredes
en la oscuridad y sufren
la inmensidad de lo absoluto.

sábado, 19 de febrero de 2011

Fernanda García Curten escribe sobre Cuando te vi caer


“Cuando seas un hombre vas a comprender muchas cosas” ha dicho la abuela Paula. Suena a justificación de adulto pero también a presagio. “Supongo que aún no llegó ese momento”, escribe Lautaro desde el presente de una casa ya vacía; y sobre todo: “escribo para entender”. En ese camino de hacerse hombre está la recuperación de la palabra –de todas-. Las palabras obscenas birladas por los padres durante la infancia, las que más tarde serán las malas palabras que no deben pronunciarse, las palabras suprimidas, amputadas, aquellas que los adultos no encuentran para hablar de sexo o de la atrocidad de la guerra. Lautaro se dice, una y otra vez, que todo lo que no se nombra no existe.
Al enseñar a sus hijos las palabras con las que nombrar al mundo, afirma Ariel Arango, los padres les están permitiendo pensarlo. Forzosamente nace para el chico ese mundo mutilado, “un universo de cosas con nombre, legítimo, oficial y otro innominado, ignorado, huérfano. Y es el silencio quien establece la frontera. El niño comprende muy bien ese mensaje sin palabras, lo que no se nombra es porque está prohibido”.
Cuando Lautaro Nogán, el chico de quince años protagonista de la novela, sorprende a su madre en aquella esquina -con eso de que todo en ella era a la vez “familiar y ajeno”-, al verla subirse al automóvil de un hombre que no es Francisco, su héroe, excombatiente de la guerra de Malvinas quien, sin ser su padre biológico, lo eligió como su hijo, es él, en cierta forma, quien se impone cargar con la infidelidad. Es la madre quien engaña y es el hijo quien asume la culpa. Lautaro no dice que ha descubierto a su madre sino a sí mismo: “...descubrí que engañaba al hombre que yo más admiraba en el mundo...” la primera frase de la novela contiene ya una culpa dramáticamente asumida y sella una especie de pacto ignominioso con ese mundo.
La culpa del protagonista es también la de un espectador fatídico; haber visto lo que no debía verse, no poder evitar que “se propague el fuego” o que caigan los héroes. El problema reside en ser testigo. Callará. No hacerlo provocaría la catástrofe. Ya lo hizo una vez, la noche de Navidad, lo que desencadenó la ruptura familiar, sentirse algo así como un asesino y creer que hablar puede ser la causa de todos los males. Y ahí seguirán los diálogos imaginarios, las cartas que no mandará y, antes, las páginas en blanco de su diario luego de aquella última frase: “Si Francisco se entera nos mata”.
Un buen cuento, dice Abelardo Castillo, es una historia contada de la única manera posible. En su dimensión argumental, Cuando te vi caer, no sólo posee la riqueza de sus caracteres novelísticos constitutivos sino que se forja, además, con la inexorabilidad de un cuento. Con un lenguaje neto -narrativo y poético a la vez- y una trama minada de elementos que van incubando una tensión sostenida, Sebastián Basualdo logra estructurar su novela con la contundencia de un arma cargada. No hay nada artificial en este genuino artificio que tiene el punto de vista exacto y el único narrador posible.
La dignidad de la prosa pone de pie a quien, como personaje, ya es capaz de pensar el mundo a través de las palabras, hasta de las que dice omitir, hasta de las que dice no atreverse a escribir. En la lógica de la historia, lo que se presenta como el fracaso de todo aquello que no puede articularse –porque no se entiende o no encaja o es incómodo- contrasta eficazmente con el estilo del escrito que se origina: la sencillez de la narración en primera persona es la base de un discurso preciso. Ante la incoherencia de la sociedad, la mirada auténtica, coherente, del personaje.
Romántico devoto de una guerra de juguete, Lautaro señala en el mapa las islas Malvinas a un compañero de colegio que no sabe bien dónde están, con la orgullosa naturalidad del que indica la barba blanca de Dios asomando bajo una nube. Despliega un campo de batalla en miniatura desde la pueril convicción de quien, con fundamentos precarios, se ha edificado una historia y un tiempo para habitar. Su memoria es un mapa mudo, o mejor dicho, un mapa fraguado. La geografía de la novela es la Buenos Aires de los años posteriores al regreso de la democracia, ciudad de gritos tapiados y calesitas detenidas entre cuyos habitantes han quedado, como agujeros, las siluetas de aquellos que en el pasado fueron arrancados de sus calles, de sus camas y hasta de su propia muerte. En el presente están los otros, los condenados también a desaparecer cada día, perdiéndose en una ciudad desfigurada, paralela, que es fatalmente la misma. Son los últimos amaneceres antes del fin del milenio, las ruinas de una sociedad que alguna vez se enfervorizó en donar sus tesoros privados y enviar chocolate y bufandas para ayudar a quienes iban a ser sacrificados -los chicos de Malvinas– los que nunca volvieron y los que nunca terminan de volver. A los excombatientes se los obligó a no revelar a nadie lo sucedido en esos meses; perdida la guerra no fueron esperados ni recibidos. A los que no pudo mirarse pero a quienes miraron el horror y la locura por todos, se los encerró en el infierno, aturdidos de silencio.
“Todo lo que no se nombra, sencillamente, no existe”. La frase retumba como un disparo a lo largo de la novela, más que como una sentencia irrevocable o una derrota, como una advertencia del personaje a sí mismo. Desde su desamparo, el chico asiste a los litigios familiares, atestigua los gestos con que los adultos creen salir ilesos, con los que mienten y ofenden, maltratan o protegen. La crudeza de lo doméstico se descarga sobre quien sufre, por momentos, una especie de vergüenza ajena de lo que le es propio. A golpes en un silencio humillado han aparecido ya las palabras permitidas que sí utilizan los adultos para nombrar el mundo y que resultan aún más obscenas -padre biológico, padre “postizo”- frases hechas, estúpidas y brutales, o convencionalmente mezquinas para no decir lo que apenas puede pensarse.
Con pleno dominio del ritmo narrativo, Basualdo consigue que el lector olvide que está leyendo ficción para verse adentro de la nueva trama que genera ese “adolecer”, proceso inversamente proporcional a todo lo que el personaje ve caer. La mirada recoge lo que no logra ocultarse y aquello que se exhibe sin pudor, o lo que se veda con impudor y sin tregua; la realidad que apenas puede entreverse por una “ranura obstruida” donde todo aparece como “parcial y equívoco” se condensa en los restos de lápiz labial sobre el borde de un vaso, en una pistola calzada a la altura de los riñones, una cartera demasiado pequeña para una madre o un espejo de mano con restos de cocaína sobre un lavatorio. Lautaro el que mira por todos, por la madre que no quiere mirarlo, la que le presentó la imagen del héroe para armarle un mundo –como si no fuera a crecer algún día, piensa el protagonista- pero también, quizá, para sí misma, para inventarse un hombre que le bastara y a quien luego, como a un soldadito de plástico que ha perdido su color y su brillo, decide retirar del juego.
Dentro de un cuerpo de personajes donde cada uno cumple un rol que en mayor o menor grado siempre resulta decisivo, Cora, la madre, es la que desampara y abandona; Francisco, esa presencia íntegra, a veces algo salvaje pero siempre tierna, protectora, quien lo percibe y rescata. Y es en este sentido, sobre todo, que Francisco Martoy, Veterano de Guerra, alcanza la profunda y cabal dimensión de héroe, ese mítico guerrero con el que Lautaro sueña la noche que lo conoció. Quizá el único padre posible será, justamente, no quien lo ha engendrado –esa silueta avanzando por un pasillo, rasguñada de ausencia- sino quien se elige como tal. Ambos se eligen. En ese respeto feroz inculcado hacia Francisco también late, quizá, la necesidad de labrar un padre para poder despegar de él algún día. Más allá del fraude o la decepción, paradójicamente cimentados en quien es apenas “postizo”, el hijo logra construir el vínculo esencial y la verdadera identidad. No sólo la caída sino el destino de asistir a ella es la pieza fundamental para recomenzar. “Para que los demás edifiquen su vida como pueden otros deben callar” resonará con un nuevo calibre en el final de la novela.
Poco a poco, quien no puede ocultar a su vez la edad que se merece habrá nombrado e inaugurado una realidad más abierta. Allí se levantarán las vitales malas palabras que nadie se atrevió a pronunciar: muerto, suicidio, loco, masturbación, ladrón, asesino, culpable, y todas las que es necesario no omitir si al final se quiere comprender lo que ha pasado, escribirá. Lo hará recordando esa voz “agujereada” pero a través ya de una voz entera que lo sitúa en el camino de entender. Crecer, “arder”, impedir que se lo siga engañando, dejar de cubrir, dejar de ser cómplice del miedo es hacerse hombre.
Como en la restauración de un álbum familiar del que se han arrancado las fotografías y donde las que aún quedan padecen la violencia del corte de una tijera, el pronunciamiento de Lautaro es más que su paciente y doloroso regreso de la ignorancia: es la fundación de una voz. Contradiciendo al narrador cuando afirma que va a elegir una porción de lo que menos le duela para poder seguir con su vida, la novela sustentada en el fracaso es el triunfo de lo que se nombra, se comprende y se asume para poder seguir; la luz de esperanza está precisamente en ese discurso hecho de lo que hubo que recoger en un arranque -a lo Malcolm Lowry-, “los fragmentos de tus textos carbonizados, o incluso tus brillantes iluminaciones y montarlos de nuevo, cuando parecen estar diciendo al diablo con todo eso”.
Cuando te vi caer es la novela del hijo. La novela del hijo huérfano de palabras que dejará de serlo en la medida que recuerde y escriba. Nada habría cambiado si éste no hubiera tenido la necesidad imperiosa –el coraje- de conocer la verdad. “Hay cosas tales que tememos revelárnoslas a nosotros mismos”, escribió Dostoievski. Es el artista, el escritor, quien debe atreverse a decirlas. A través de una voz legítima y con singular carácter, la escritura de Sebastián Basualdo deslumbra por su rigor formal y densidad existencial; su primera novela no sólo revela las secuelas del silencio y el desamparo de una generación educada en la postdictadura sino que da admirable testimonio de quien, como autor, confirma su lugar en la palabra.

Fernanda García Curten

Asat y otros De B.R.

Retozo lánguido
el de figurar un día
en que habrá
lo que quiere
y lo que sueña

Ese es el hálito que brinda
la existencia sin grafía
sin la tierra
estamos aferrados al supongo
como si el supongo fuera
lo que pasa y ha de pasar
ya sin la pena

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Si no tomásemos al ensueño
como ensueño
las cosas no tendrían
la permanencia incómoda
de lo cierto
y lo cierto habido resultaría
un malecón entorpecido
en los reencuentros



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Sobre el sol del asfalto
la volátil sombra de dos aves,
y cuando alzamos la mirada al cielo
paa dar con ellas
lo encontramos a solas

Tal vez sea algo así
nuestra existencia para los otros
para los que están
para los que vengan

un fugaz hecho
sin excusas
sin sobresaltos
sin razones
sin acuerdos


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El intentado éxtasis del alcohol
o del hashish el keif
es tan incierto
como el fortuito éxtasis de los sueños

Así son de inciertas
en su embriaguez
la desesperación o la dicha

La antigua india llama "sat"
a lo que no es
más al darle nombre
le otorga el ser

A un claro de luna en tela

Friedrich lo pintó en Greifswald
desde la orilla del Ryck,
desde la playa, con una barca, con las redes
con las cúpulas casi perdidas
y ese cielo que no es de aquí
que es de los imaginados
de los forjados cielos del pensamiento

Friedrich lo pintó para ahuyentar
sus pájaros, sus abadías
sus fantasmales aguas, sus árboles deshabitados.
Y lo pintó en Greifswald,
para que con la barca, con las redes
con las cúpulas casi perdidas
parezca cierto.

por B.Rivadavia 

Dreadfulnes y otros pomeas de B. Rivadavia




Piensa en un día sin noches
piensa en un campo sin horizontes

Si esto te aterra
No temas

Es la eternidad que pretendes
o en la que no crees




Venus adventat

El forastero gritó en su peculiar idioma:
-¿Se encuentra alguien aquí?
Ninguno de nosotros notó su llegada.
Él siguió gritando y gritando, hasta que uno de los nuestros, sin siquiera darse cuenta, lo aplastó con una pisada.









Por B. R.

jueves, 17 de febrero de 2011

MAÑANA SOLO HABRÁ PASADO (cuento incluído en Fiel)



MAÑANA SÓLO HABRÁ PASADO




     Abrió los ojos y lo vio: estaba parado a los pies de su cama, serio y acostumbrado al silencio como si hubiera pasado toda la noche cuidándolo.
  –¿Quién me lleva?–preguntó, y luego se agachó para intentar, sin éxito, atarse el cordón de la zapatilla izquierda–. Ana no llegó todavía.
     Marcos sonrió al verlo tan decidido y le dijo que, si quería, podía quedarse; pero el niño  hizo un gesto negativo con la cabeza. No insistió; acaso porque su hijo tenía el guardapolvo puesto y la mochila colgando sobre los hombros. Miró el reloj y le dijo  que lo esperara en el living. Debe estar por llegar, pensó Marcos; seguramente se atrasó el tren. Pero cuando salió del baño, comprendió que Ana María no vendría.  De modo que no le quedaría otro remedio que disponerse a un sobretodo encima del pijama,  un par de mocasines viejos y caminar en silencio, tomados de la mano.
     Antes de cruzar la última calle,  entraron en un kiosco de aspecto ruinoso, pequeño, algo oscuro más allá de ciertas reminiscencias de lo que fuera alguna vez un antiguo almacén de barrio y  que, lejos de entristecer a Marcos, le fascinaba,  no tanto por su aspecto y el viejito con cara de húngaro que lo atendía como por hecho de saberlo ajeno a esa hora de los requerimientos quejosos de las madres que cuelgan desmañadas de sus cochecitos de bebé. Y, por sobre todo, de los alumnos  que a último momento se acuerdan del mapa político, un punzón y un cartucho de tinta para su estilográfica de pluma torcida.
   –¿Querés un alfajor?–preguntó Marcos, y no tardó en verificar que la billetera  estuviera en el bolsillo interno de su sobretodo.
    La gran variedad de oportunidades lo mantenía embelesado y a la vez indeciso. Maravillado es la palabra; ya que, al tiempo que le soltaba lentamente la mano a su padre, la mirada recorría suavemente la caramelera, elevándose, incluso,  hasta más allá de lo que fueran los estantes con  paquetes de galletitas. Absolutamente todo lo que estaba al alcance de su vista parecía exigirle una duda y un deseo, la satisfacción  y la angustia de tener que elegir algo, llevarse una sola cosa, ni muy chiquita ni muy grande, y no encuentra el chupetín que trae el autito rojo; pero abandona la búsqueda pensando que su padre no se lo compraría y rápidamente se olvida de que no es su madre la que está detrás diciendo para compartir, Julián, para compartir con tus amiguitos, apurate, mi amor, que ya va a tocar el timbre, y entonces la bronca por no recordar el nombre de unas pastillitas que Gabriel, su compañero de banco, había llevado una vez a la escuela. La inquietud ahora dando lugar al temor de que su padre se impaciente y deje librado a su juicio lo que él guardará en el bolsillo de su guardapolvo hasta el primer recreo.
     Marcos se preguntó por qué nunca antes lo había llevado a la escuela. Lo contemplaba en silencio, dos pasos detrás, expectante y confiado como si en la elección del niño fuera a probarse algo a sí mismo. Por nada del mundo lo interrumpiría. De hecho, se molestó bastante cuando el quiosquero hizo aquel comentario sobre los chicos y el colegio.  No se lo reprochaba; prestarle atención a un comentario cualquiera, habría significado una traición hacia su hijo, o quizá a él mismo a través de su hijo.
  –Es así–fue lo primero que dijo el viejo, sin mirar ni al hijo ni al padre, y sin esperar tampoco iniciar una conversación–. Si los adultos quieren saber lo que significa el tiempo para los chicos, llévenlos a un kiosco y díganles que elijan lo que quieran.   
     Julián dio media vuelta, levantó la cabeza y sin ningún gesto aparente  miró rápidamente a su padre; una mirada armoniosa y directa, como quien busca una aprobación, un acuerdo tácito que bien podrá potenciarse con los años hasta convertirse en un lenguaje propio, acaso un modo de entendimiento que sólo los contemplara a ellos y resultara excluyente para el resto del mundo.
   Marcos recordaba la tarde en que su abuela lo llevó por primera vez a una juguetería. Lamento tanto que no la hayas conocido; te hubiera contado un montón de cosas de mí. Me hubiera contado un montón de cosas sobre mí que estoy olvidando.
  “¿Qué es este lugar?”, preguntó su abuela, al detenerse frente a una vidriera colmada de juguetes maravillosos
  “Una juguetería, abuela”.
  “Una juguetería, sí. Y decime: ¿sabés para quiénes son las jugueterías? ¿Y la farmacia que está allá enfrente? ¿Y ese negocio de zapatos?” 
  “No entiendo el juego, abuela”.
  “Porque no es un juego, m´hijo. ¿Sabés lo que vamos a hacer ahora? Vas a entrar vos solito a la juguetería, yo te voy a esperar donde está el mostrador, mirá, allá, ¿lo ves? Sí, ahí te voy a esperar hasta que vos elijas lo que quieras”.
 “¿Puedo elegir lo que yo quiera, abuela?”
 “Lo que vos quieras”, dijo mientras entraban a la juguetería. “Pero hay una sola condición: tiene que ser un juguete que puedas traerme sin ayuda de nadie”.  
     Marcos miró hacia ambos lados de la calle y luego hizo el gesto de meter las manos en los bolsillos del sobretodo. Una; una sola mano llegó a meterse del todo en el bolsillo derecho del sobretodo y de pronto soltó aquello como si le quemara.
   Se  preguntó por qué, a una cuadra del colegio, aún no había visto pasar un solo chico con guardapolvo blanco.
 –Mamá dice que los alfajores no se pueden compartir.   
–Pero no estás ahora con mamá.¿no es cierto?–dijo Marcos, y su hijo lo miró sin que llegara a percibir de qué modo.
   –No.
  –¿Entonces?
  –No quiero nada–dijo Julián.
 –¿Seguro?
 –Sí.
   Salieron del kiosco, tomados de la mano. No habían llegado a la esquina  cuando se dio cuenta de que su hijo estaba llorando.    
   –¿Qué pasa?
    Julián se agachó hasta la altura de su hijo y lo abrazó con fuerza.  Rápidamente acomodó el peso en una de sus piernas, y,  cubriéndolo con todo el cuerpo como si lo importante fuera que nadie lo viera llorar, dijo en tono de complicidad:
     –Mirá si te ve una de las chicas de tu grado.
     –No me importa.
     –Entonces no te va a importar lo que te voy a decir, ¿sabés quien viene moviendo las trenzas de un lado hacia otro?
 Julián sonrió, intentó mirar pero enseguida se escondió entre el hombro y el brazo de su padre
     –Julieta está viniendo hacia nosotros, tu compañera.
     –Mentís–dijo Julián, y enseguida se acomodó para mirar a su padre. Ya no lloraba–¿Quién es Julieta?
     –¿No tenés una amiguita que se llama Julieta?
     –¿Cuándo viene mamá?
     –Pronto.
     –¿Se lo diste?
     –¿Qué cosa?
     –El dibujo del avión, ¿se lo diste?
     –Por supuesto, hijo.

 

lunes, 14 de febrero de 2011

PIFILKA °

-Fue músico.-Y sonreía mostrando la labrada flauta de hueso















B. Rivadavia

Instrumento musical acrófono de la familia de las flautas que es usado aún entre los araucanos. Alguna vez se ha construído con las canillas humanas. De diccionario folklórico argentino de F. Coluccio

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sábado, 5 de febrero de 2011

TALLER LITERARIO DE SEBASTIÁN BASUALDO

 Para consultas sobre taller literario escribir a la siguiente dirección. sebastiangbasualdo@gmail.com




El taller: cuento de Nicolás Mazía


Los pasos de la memoria
 
   Estamos volviendo del cementerio, tomados de la mano, luego de haberle dejado un ramo de flores. Murió hace un año. A veces tengo la sensación de que ciertos momentos se me escapan. No sé si son muchos o pocos; pero los tuve y los tengo. Sé que existió y que, acaso por eso, la razón más fehaciente de mi desconsuelo es que ya no está más conmigo.
   “La lastimé”, me dijo. Y eso fue casi lo último que le oí decir. Vengo pensando en esto en el momento en que Vera me toma de la mano. Me mira: siento la inquietud en sus ojos. Pequeña, pienso. Mira hacia todos lados, como si buscase algo. Luego gira su cabeza. La dulzura ahora en el fondo de sus ojos. Sus mejillas rosadas. Su piel casi blanca, pálida. Las flores se las había dado a Vera. En realidad no sé bien por qué hice eso; pero me gustaba la idea de que ella le dejase aquel ramo de camelias.
     -Las flores son hermosas- dice Vera. Se arrodilla. Vera coloca las flores delicadamente sobre la tierra.
       -Vos te hubieras llevado bien con mi padre.  
       Ella me mira y sonríe. En realidad, no sé por qué dije eso. No sé si acaso se hubieran llevado bien, la verdad no lo sé, pero algo dentro de mí me obligó a decirlo. Pensé entonces en que me hubiera encantado que se conocieran. Me pregunto si acaso habría aprobado mi matrimonio.
   Después de dejarle las camelias la ayudo a levantarse y comenzamos a caminar, tomados de la mano y en silencio, como si ella comprendiera que no hacía falta decir nada. Algunos recuerdos vienen y se van. Hay días en los que la angustia me invade al no poder recordar ciertos detalles de lo que viví con mi padre. Sé que ella entiende que el silencio es necesario, que a veces es mejor pensar que hablar.
    Hubo una vez en la que le conté sobre una chica que me gustaba. Estábamos en su casa, en la cocina.Me gusta una chica.” Se echó a reir. Ahora, lo sé, no me avergonzaría de ello. “Bueno, pero contáme. ¿Cómo se llama?
      Entonces pienso que a veces cuando alguna ocasión vuelve a nosotros, somos nosotros mismos los que distorsionamos aquel momento: cambiamos ciertas cosas, lo situamos en otro lugar, alguna frase se nos olvida, las palabras cambian casi deliberadamente su orden y hasta los tonos de las voces se ven modificados. Cuán profundo e ininteligible es el país del olvido.
     Vera me toma el brazo con fuerza pero delicadamente, como si me diese a entender que, pese a todo, no estoy solo.
   “Si te digo que sueltes todo, soltás todo”, dijo. Y no le respondí. Apreté el embriague y puse primera. Fui soltando el pedal de a poco mientras apretaba el acelerador. Anduvimos cerca de media hora. Detrás de un cementerio por donde había una ruta por la que no pasaba nadie. Cuando aquel momento acabó y debíamos dar la vuelta me dijo que bajase del auto. Yo le hice caso, casi sin mirarlo. Él bajó también. Yo me quedé parado junto a la puerta del Taunus verde y mi corazón aún latía con fuerza, lo vi acercarse a mí lenta y parsimoniosamente, como si disfrutase cada segundo. Llegó hasta donde yo estaba y me miró a los ojos. Entonces todo estaba en calma y el silencio era absoluto. Este es uno de los días más felices de mi vida”. Me dijo, mientras me abrazaba. Yo tenía ocho años.
    Siento algo extraño. Me detengo. Ella hace lo mismo y me mira.
-         ¿Estás bien?
-         Si – digo.
    Vera me mira atenta, como entendiendo que todo lo que pudiera decirle sería algo serio e importante. Sé lo que voy a decir y sé cómo decirlo, pero tengo miedo. Vera me mira con una sonrisa apenas perceptible. Yo le contesto con la mirada y doy una especie de resoplido, como si de ese modo me liberase de algo. Y de pronto siento como si un nudo se soltase en mi corazón.
-         La engañaba - alcanzo a decir.
  Ella me mira, no me saca ni un segundo la vista de encima, como si me vigilara.
-         Íbamos en el auto, y me dijo “la lastimé”, “¿qué, le pegabas?” había preguntado yo. Entonces él me miró y me dijo “no, la engañaba”.
    Recuerdo aquellas veces en las que hablábamos sin pruritos sobre un tema que es tan difícil de tratar y del cual muchas veces se huye sin entendimiento, acaso tan solo por el miedo que da lo que no sé conoce. Es eso lo que me decía siempre, que la gente le teme a lo que no entiende o no percibe, pero después me aclaraba todo utilizando una frase que decía con frecuencia: No te preocupes”, me decía “detrás del miedo está la libertad.”
     Ojalá que para él la muerte haya sido una de las formas de la libertad.


martes, 1 de febrero de 2011

Una vez más, como en su primer libro (Cuando te vi caer, bajo la luna, 2008), Sebastián Basualdo se interna en un universo familiar disfuncional y complejo: conversaciones, situaciones y breves escenas, secuencias destacadas de una historia personal, se intuyen en estos relatos los ecos de una única saga. Como rastreando entre las astillas de un espejo quebrado por un golpe, los personajes intentan armar ese rompecabezas con la ilusión de encontrar al final una imagen comprensible de sí mismos.




Los amantes




Un sol imposible
afiebrado de otoño
abriéndose paso
entre las nubes
como un machete luminoso
sobre la maleza húmeda

La puerta del automóvil
sacude las imposturas
ligeramente vibra
y luego se endereza
la voz  repentinamente
surge rotunda e inmensa
desde la pregunta

Ella dice sí
y él sonríe para cortar lo más tenso del aire
o acaso algo mucho más determinante

Y se besan.



Conferencia en la Biblioteca Nacional