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lunes, 11 de octubre de 2010

LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL

Hacia el final de Besos Robados, Antoine y Christine, sentados en el banco de una plaza, disfrutan de un inocente amor correspondido, digno de los iniciados. Súbitamente se acerca hacia ellos un hombre anónimo e intimidante, se detiene frente a la pareja y anuncia: “Señorita, sé que no le soy del todo desconocido. Hace tiempo que la vengo observando sin que se dé cuenta, pero desde hace unos días ni intento ocultarme. Y ahora ha llegado el momento. Verá, antes de conocerla a usted nunca había amado a nadie. Odio lo provisional. Conozco bien la vida. Sé que todos traicionan a todos, pero lo nuestro será diferente. Seremos un ejemplo. No nos separaremos ni una hora. Yo no trabajo, no tengo obligaciones en la vida. Usted será mi única preocupación. Comprendo que esto es demasiado súbito para que acepte inmediatamente, y que antes desea romper los lazos provisionales que la atan a personas provisionales. Yo soy definitivo... soy muy feliz.” La pareja, que se mantuvo inmóvil durante el monólogo, se para y camina en silencio durante los últimos segundos de película.

Para quienes consideramos que un artista es, entre otras cosas, una persona capaz de comprender y hacernos comprender su propia visión del mundo, muchos de los nombres que han sobrevivido a guerras, pestes y crisis económicas estarían hoy sepultados bajo el duro asfalto de la posmodernidad. Pero afortunadamente el Tiempo, a pesar de su espíritu contradictorio, no nos ha privado del privilegio de presenciar las veintiuna confesiones sobre el amor, las mujeres y la infancia, que conforman la obra de François Truffaut. Un hombre que en plena década del setenta dijo: “Estamos en el siglo XX, el siglo de los filósofos. El XIX fue el de las novelas. Probablemente, en el mundo del cine, yo sigo siendo un hombre del siglo XIX que se atreve a contar historias”. Pero a la vez afirmó: “Soy un testigo del siglo XX a pesar de mí. Y a ese respecto citaré las acertadas palabras de Dalí: No te esfuerces por ser moderno. Por desgracia lo serás inevitablemente”.
Su primer largometraje Los Cuatrocientos golpes (1959) dio inicio a una tendencia cinematográfica que se denominó Nouvelle Vague, cuyos puntos fundamentales podríamos encontrarlos en el artículo “Une certain tendance du cinéma français”[1], especie de manifiesto escrito por Truffaut durante su etapa como crítico, iniciada a los veinte años y coloreada de una sagacidad sorprendente. En esa película pone en tela de juicio la visión idealizada de la adolescencia que cada uno de nosotros se obstina en sostener pues, para Truffaut, la adolescencia deja un recuerdo placentero sólo a aquellos adultos que son incapaces de recordar. Así, seremos testigos de las dificultades que debe enfrentar el niño Antoine Doinel (personaje que inicia aquí y durante cinco películas su vida como alter ego del director) y de la traumática relación con su madre, a la cual muchos teóricos cinematográficos adjudican la importancia de las mujeres en todas sus películas. Pero esa respuesta psicoanalítica, incompleta por cierto, no es más que producto de la inútil necesidad de explicación del arte buscada incesantemente por todo trabajo crítico. Pues, adhiriendo a las palabras de Lawrence Durrel, “aplicarle los principios freudianos a un artista es vaciarlo de su sustancia mítica, de lo que verdaderamente es” y ello significaría perder al hombre creador y consciente tras la obra. Pensemos simplemente de cuánto nos perderíamos si intentásemos comprender a Rimbaud, por ejemplo, confiando en la plena significación que encierran algunos conceptos como “Psicosis Esquizo-Afectivas”, o en el caso de Pavese, definirlo como “depresivo psicogénico”. En cualquier caso nos encontraríamos aplicando axiomas de tipo matemático a obras de arte. Axiomas estructurantes de un sistema que incluye, dentro de la sintomatología de los trastornos del estado de ánimo, una categoría que se define como excitación intelectual, es decir: logorrea, réplicas fáciles, memoria viva, imaginación brillante e inventiva.

De esta forma, establecer paralelismos entre la vida y la obra de François Truffaut resultaría una tarea fácil, pero a la vez poco enriquecedora, en razón de que estamos en presencia de un hombre que supo amar y comprender lo que hacía, con la convicción de que hacer una película es mejorar la vida, arreglarla a nuestro modo. Y una prueba de ello es su aclamado film La noche americana (1973) considerada la mejor película sobre cine.

Su tercera película, Jules y Jim (1962) es la adaptación de la novela homónima de Henri Pierre Roché, y presenta la historia de dos jóvenes, austriaco uno y francés el otro, que a principios de siglo entablan una profunda amistad, y que los lleva a enamorarse de la misma mujer, Catherine. Si bien Jules logra desposarse con ella, el triangulo amoroso no tarda en establecerse.

Lejos de conformar un film que abunde en desgracias, llantos y traiciones, Truffaut aparta hacia un lado la mala influencia de los celos y coloca en el sustrato de la relación a la amistad por sobre todas las cosas: mágicamente la mirada trágica de la infidelidad desaparece, pues una nueva moral ha sido planteada, y mientras Jean Luc Godard estrenaba su despiadada crónica en doce episodios del descenso de una mujer parisina hacia la prostitución, Truffaut componía su himno a la vida y a la muerte.

Hacia la primera mitad de la película, una canción cantada por Catherine (Le tourbillon de la vie o El torbellino de la vida) nos recuerda el tono melodramático del film y nos dice que “coincidimos una vez, luego una segunda, nos separamos una y otra vez, volvimos a reunirnos, y nos dimos afecto, luego nos separamos, solos, cada uno por su lado, envueltos en el torbellino de la vida”, mientras los acordes de una alegre guitarra saltan por detrás y dos hombres atentos aman más y más a esa mujer.

Sea cual sea la edad en la cual uno se enfrente a una película de Truffaut y presuponiendo cierto grado de sinceridad con nosotros mismos, seremos parte de una transmisión de experiencias que nos acerca y empuja de la película misma. De esta forma, al terminar de ver cualquiera de sus trabajos sentimos que hemos vivido equivocados en muchos aspectos, pero que nada es irremediable: ya sean las relaciones matrimoniales en Domicilio Conyugal (1970) o la dificultosa relación entre el mundo de la infancia con el mundo adulto en La piel dura (1976) o la aceptación de la muerte en La habitación verde (1978). Su forma de presentarnos una situación sin necesidad de establecer una opinión puntual, nos recuerda a los diversos autorretratos que Rembrandt a realizado a lo largo de su vida en un afán de comprender por qué lo único inmutable eran sus ojos, absortos y atentos en su propio rostro.

En este sentido es que nos aproximamos a su personaje más auto referencial, Antoine Doinel. A través de él y junto a él aprenderemos que el rencor no es un sentimiento sino una postura que adoptan los débiles frente a la vida, aprenderemos también que los celos son tontos si uno no es capaz de asesinar o que una obra de arte no sirve para liquidar viejos problemas porque sino ya no lo es.

Antoine Doinel es la consecuencia de la profunda simbiosis que se estableció entre Truffaut y Jean-Pierre Leaud desde Los cuatrocientos golpes y durante toda una vida. Una amistad paternal que navegaba entre el aprendizaje y la admiración y que ha madurado hacia un trabajo conjunto de elaboración de un personaje cinematográfico como nunca antes y hasta ahora se ha visto. La maduración de un niño, de un joven y de un adulto para quien las mujeres y la literatura son alcanzables solamente a través del amor. Siempre con una despreocupación característica de una personalidad como la de Charlot. Es de esta manera que Doinel y Truffaut imaginan y llevan a cabo sus proyectos, bajo los preceptos básicos de un sistema artístico que los envolvió desde un primer momento y que les permite tener el coraje de hablar sobre lo que conocen, lo que han sentido y lo que vivirán. Y es allí donde Balzac entra en juego y despliega un claro entramado de influencias bajo los aspectos más sutiles. Aquí vale detenernos un momento pues, a este respecto, el ejercicio de la escritura y la lectura se establecen como imprescindibles en el cuadro cinematográfico que compone, y encontraremos referencias literarias (y fundamentalmente a la palabra escrita) completamente desnudas a la mirada ingenua, que desde allí establecerán una penetrante relación con la praxis vital, con la cotidianeidad de los personajes. De esta forma, muchos de sus protagonistas serán parte de un proceso de asimilación de la literatura que nos recuerda a la afiebrada señora Bovary engendrada por Flaubert.

Es sumamente sorprendente el encantamiento que produce en ciertos hombres el hábito de la lectura o la escritura, hasta convertirse en necesidades fisiológicas, incluso en hombres cuyas historias personales se diferencian completamente, como es el caso de Truffaut y Flaubert. Debo aclarar que mi intención no es igualarlos desde el plano de lo artístico sino desde la importancia que le otorgaron a la palabra escrita, ya sea en forma de cuento, de novela, de carta o de guión. Pero, a pesar de pequeñas diferencias temáticas, Truffaut intenta alcanzar la mano de su compatriota para estrecharla fuertemente y coincidir con él en la importancia que adquiere la memoria y los recuerdos en la elaboración de una obra artística.

Es decir que en sus películas, aunque resulte paradójico, las palabras (como le mot juste de Flaubert) se deslizan fluidamente frente a nuestros ojos predominando por sobre las imágenes, que naturalmente, se nos presentan como el reflejo de la luz sobre los objetos. Y así sentiremos la presencia de Truffaut en cada diálogo, en cada carta y en cada libro que aparezca en sus películas.

Como decía anteriormente, la infancia, el amor y la vida como oposición a la muerte omnipresente, conforman los ejes temáticos reconocibles de su obra. Sin embargo, sería adecuado añadir que en el momento de realizar una visión abarcativa de sus films encontraremos ciertas claves que nos ayudaran a comprender las relaciones que se establecen, en el mundo de Truffaut, entre sus tópicos más recurrentes. Estas claves, como perlas de un hermoso collar, son atravesadas por un hilo incorpóreo que explica la lógica subterránea de lo que vemos; se establece una conexión esencial y recurrente: el Arte. Así, Antoine Doinel se reconcilia con su adolescencia a través de la figura de Balzac, Charlie Kohler abandona su exitosa carrera pianística por irreconciliables decepciones amorosas, Bertrand Morane decide escribir un libro para recordar a las mujeres que pasearon por su vida y Lucas Steiner dirige una pieza teatral desde el exilio.

Pese a todo, y teniendo en cuenta las características mencionadas hasta aquí, la tarea de situar generacionalmente a Truffaut no ha sido fácil. ¿Desde dónde sino situar a un hombre que de cara a la década del setenta se animó a sostener que “la vida no es nazi, ni comunista, ni gaullista, sino anárquica”?[2]. ¿Desde dónde establecer vínculos cronológicos con un hombre que comprendió que todo lo que se halla en los dominios de las emociones reclama lo absoluto? El único camino posible, si es que nuestra curiosidad no ha sido saciada, es comprender a la Nouvelle Vague desde su perfil más relevante, es decir, despojándonos de todo el lenguaje cinematográfico y empapándonos del adanismo más absoluto.

Aquel grupo de jóvenes y agudos críticos cinematográficos que se protegieron bajo el ala de André Bazin, se vieron frente a la oportunidad de poder transformar con sus talentos aquel cine que denostaban y de seguir los pasos, con su cámara-stylo, de aquellos a quienes consideraban autores. El fruto de ese proyecto, del cual también recordamos nombres como Godard con sus rupturas del lenguaje cinematográfico, Chabrol y su análisis de la sociedad burguesa o Resnais experimentando con la interdisciplinariedad artística; el fruto de ese proyecto, decía, ha logrado colocar al director de cine en el status de autor, con todo lo que ello implica. Evidentemente para Truffaut ello implicaba la combinación en el celuloide de dos puntos de vista que resultaban ser el mismo: “Nuestra mejor película es quizá aquella en la que logramos expresar al mismo tiempo, voluntariamente o no, nuestras ideas sobre la vida y sobre el cine”[3]. Estas palabras, como granos de polen que enmarcan una concepción del arte, recorrieron el mundo depositándose sobre los oídos atentos de jóvenes directores y fecundaron su ambición artística para finalmente permitir que florezca un cine de otras características. Gran cantidad de floricultores fuera de Francia se han formado a la luz del inmenso sol de la modernidad, y aquí en Argentina debemos recordar a Leonardo Favio, Leopoldo Torre Nilsson y Rodolfo Kuhn, entre otros.

Afortunadamente, esta condición de autor que se le ha adjudicado al director de cine, lo ubica dentro del campo artístico como un ser creador e individual, y ello acarrea consigo deliberadas intenciones de trascendencia. Es decir, que si la trascendencia es enemiga del tiempo y los elegidos por los dioses mueren jóvenes, como sentenciaron los griegos, sería adecuado pensar que la labor artística es una incansable lucha contra la muerte. François Truffaut era plenamente consciente de ello y en esa forma agachaba la cabeza, apretaba los dientes y trabajaba en artículos, libros, guiones y películas, hasta que a los cincuenta y dos años dio su último suspiro. Sin embargo, polemizando a Sartre, alcanzó a decir: “Lo que hacemos es más importante que lo que somos. Si das más importancia a lo que haces te empeñarás en fabricar objetos o cosas que pueden perdurar. No perdurarán por siempre, pero si más que nosotros”.

Por Marcos Krämer

2 comentarios:

  1. Mi idolo Jean piere Leaud, desde los 400 golpes quede impresionada con el personaje y con el actor desde ahi siguiendolo en todos los films de Truffaut...gracias por comentarlo, estaba buscando info sobre el alter ego de Truffaut.
    Saludos.

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  2. Hola. Mi nombre es Mónica. Soy la bibliotecaria de tu escuelita primaria. Si podés pasale tu mail a Claudio por favor así nos ponemos en contacto. Te felicito por tu blog. Voy a mirarlo esta tarde con más detalle. Cariños
    Mónica

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