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lunes, 11 de octubre de 2010

Viaje

  Toda la fuerza de mi desconsuelo para deslizar un cierre:
  larga hilera de dientes apretados por la impotencia.
  La ayudé sin disimular mi enojo con un día
  que se había metido subrepticiamente por la ventana:
  sin hacer ruido, sin romper nada.
  Todo aparentemente intacto a mi alrededor.
  Las valijas cerradas me inquietan.
  La tuya me da miedo.
  Se lo dije.
  Exagerado, respondió.
  No sonrió; hizo algo que me molestó más:
  esquivó mi mirada.
  Tenía las manos frías, sudadas.
  Yo, no ella.
  Nada hacía presentir el menor atisbo de duda.
  Había amanecido tan resuelta,
  tan segura de sí misma que me desconcertó.
  En cierto modo, la envidié.
  Sentí que ya no me necesitaba.
  ¿Cuándo fue la primera vez que habló de este viaje?
  ¿Un mes y medio, dos?
  ¿Dónde había estado yo todo este tiempo?
  Ahora sí que comenzaban a pesarme
  todos aquellos días de silencio:
  un baúl del tamaño de mi egoísmo
  lleno de tardes y noches
  en que me negué a escucharla
  para encerrarme en mi vida
  como un escapista encadenado a su especulación:
  no sería capaz de irse.

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