Etiquetas

viernes, 15 de octubre de 2010

Primer capítulo de la novela CUANDO TE VI CAER

  Tenía quince años cuando descubrí que engañaba al hombre que yo más admiraba en el mundo, y no sólo por tratarse del padre que me había elegido, o acaso fuera justamente por eso, porque me había inculcado un respeto feroz hacia ese hombre que, sin ser mi padre, afrontó como un héroe la obligación de criar a un niño poco después de regresar de la guerra de las Malvinas.
  Aquel sábado a la mañana, cuando la reconocí, ella estaba parada en la esquina de la plaza, frente al hospital Zubizarreta. No sólo tenía una mezcla de cansancio e inquietud en su manera de esperar, había algo más: todo su cuerpo parecía denunciar la tardanza de una persona. Sólo le prestaba atención a los automóviles. Y ahora yo estoy ahí, mirándola como un guardabosque sorprendido, incapaz de evitar la propagación del fuego, o hasta algo peor, ya que estoy seguro de que hubiera bastado con levantar una mano para que me viera, y, sin embargo, me oculté en un kiosco, mejor dicho: detrás de una máquina rellena de ositos de peluche.
  No creo que pueda acercarme otra vez a ninguna de esas máquinas traga monedas sin que su imagen regrese a mí tal cual como la vi vestida aquella mañana de sábado. Recuerdo que llevaba una pollera oscura, apenas por encima de las rodillas, y las botas de cuero, que Francisco le había regalado para Navidad; tenía también una blusa de color rosa que nunca le había visto antes y una cartera pequeña y liviana como una insinuación asomándose desde su cintura. Vulgar; esa es la palabra que me impide decir que todo en ella me resultó a su vez familiar y ajeno. No sólo me molestó verla vestida de esa manera, era el lugar pero también la hora, y el hecho de que yo la había visto, no hacía mucho, amanecida de bata y molesta, enjuagando una taza con leche que tuve que rechazar porque llegaba tarde a un partido de fútbol. No es fácil de explicar. Acompañada de Francisco no me hubiera molestado que se vistiera de ese modo, pero al estar sola todo en ella cobraba un nuevo sentido. Había una provocación innecesaria en sus gestos, en la impunidad de sus gestos que tal vez...
  Hace años que tengo un sueño recurrente: quiero hablar de ella, siento la necesidad imperiosa de contarle a alguien lo que vi aquella mañana pero apenas comienzo a hablar me encuentro en un vagón en penumbras. Miro a mi alrededor: hay un solo asiento. Yo no estoy sentado, por el contrario, camino cada vez más de prisa, nervioso, y, por cada vagón que recorro, me alcanzan un montón de sensaciones: soy aquello que ella no quería mirar, la impaciencia en sus ojos, soy un pensamiento que reverbera filoso, la hoja de plátano que corrió a un lado con la punta de su bota izquierda, el cuero inexpresivo de su bota ignorando la mirada de un automovilista que sonreirá lo inconfesable, soy la hora suicida arrojándose desde su muñeca, el sonido estridente de un disparo de revólver sobre mi vergüenza, soy la canilla que quedó goteando en casa, soy la obligada taza con leche y el partido de fútbol que no jugué, lo último que pensé antes de cruzar la calle, soy todo eso y acaso más en el momento exacto en que ella sonríe y levanta una mano y acomoda la cartera delante de su vientre para acercarse a un automóvil que estacionó en doble fila.
  Ya no es un sueño; la puerta del acompañante se abrirá en cualquier momento, pero antes, levemente, ella se asomará a la ventanilla, golpeará el vidrio y saludará: su mano ensombrecerá la fresca expresión de su cara. Ahora es cuando definitivamente se abre la puerta, entonces ocurre algo: vacila, sí, y entre los segundos que tarda una puerta en abrirse o una sonrisa en apagarse, ella miró hacia una esquina y luego hacia la otra, nunca hacia donde yo estaba escondido; y fue tan torpe, tan asqueante su manera de mirar hacia un lado y al otro, que yo también quise con todos mis quince años que de una buena vez se metiera dentro del automóvil y se fueran. Cuando el automóvil arrancó, luego de que ella lo besara en la boca, sentí tanta vergüenza que me puse a llorar: el estómago se me hizo un nudo al ver que la ventanilla del conductor comenzaba a bajar maquinalmente mientras se detenían... Fue el silbato lo que me desconcertó. No podía creer lo que estaba por suceder: la presencia del policía me aterrorizó salvajemente. Temblé. Recuerdo que temblaba agazapado en mi sufrimiento mientras los dos bajaban del automóvil. Un taxista curioso aminoró su marcha, luego esquivó confiado y se perdió abandonando una estela de personas desesperadas por saber lo que estaba sucediendo. Un espectáculo lamentable, terriblemente patético. Y ya veo que algunos chicos con sus bicicletas señalan al policía y también a ella. Siento un escalofrío. O acaso es lo que experimento ahora al recordar un puñado de curiosos; porque lo que realmente sentí en aquel momento fue vergüenza, una vergüenza profunda, parecida al sufrimiento. Muy distinta a la que pueden sentir los adultos. Ella había mirado hacia las esquinas porque le hubiera causado vergüenza que la vieran, no lo que hacía. Y ahora gritaba y hurgaba dentro de su cartera. No podía abrirla; se encontraba tan nerviosa y tan sola frente al policía que yo no pude hacer otra cosa que pensar algo terriblemente absurdo: respirando hondo, me dije que el policía se daría cuenta de que era uruguaya. La van a llevar detenida por uruguaya, pensé, recordando las palabras del tío Migliano. Porque sabía lo que le hacían a los extranjeros, especialmente a los peruanos y a los bolivianos, una vez que les pedían los documentos. Mi tío Migliano lo había contado en casa, durante la sobremesa de un domingo. Apenas mi tío y yo nos quedamos solos le pregunté horrorizado si a los chilenos les hacían lo mismo, y no me contestó. Le pregunté por los paraguayos y tampoco me contestó nada. Entonces le pregunté si había olvidado que mamá era uruguaya. Recuerdo lo que dijo y su carcajada grosera, su carcajada manchada de olor a vino:
  –Los uruguayos no existen–dijo. Y luego agregó–: Ser uruguayo es un estado de ánimo.
  Relacioné la presencia del policía con los documentos de mi madre. Al respirar hondo, de alguna manera manifesté el alivio de haber encontrado una causa, un motivo, una verdad. La necesitaba por absurda que fuera. Hablar de ingenuidad o desesperación no tiene mucho sentido, no importa ya. Sé que fue aquel sábado a la mañana cuando perdí definitivamente la ingenuidad. Nadie podrá imaginar nunca de qué manera las palabras estallaron sobre mis quince años. Escucho las risas de aquellos dos hombres y de repente lo comprendo todo, absolutamente todo: el policía había confundido a mi madre con otra clase de mujer. Entonces lo dije yo también; con la mirada del mundo grité furioso lo mismo que uno de los hombres le había dicho al otro tan despreocupadamente segundos antes de entrar en el kiosco. Y salí corriendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario