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martes, 1 de marzo de 2011

Centro Cultural Borges: Fernando García Curten

Apropósito de la exposición “Del Socavón”, de Fernando García Curten. Centro Cultural Borges, La Línea Piensa. Junio de 2010.

Contra las blancas y refulgentes paredes, tras la luz cristalina y denunciante de las dicroicas, resaltaba y subrayaba su presencia una silueta negra, casi opaca, que parecía haber salido de uno de esos dibujos, de esos manchones oscuros que dan la sensación de abrir grandes huecos en las paredes: Fernando García Curten, de espaldas a sus creaciones, ocultándose de ellas, con un diario bajo el brazo, la boina bien calada y vestido completamente de negro, desentonando incluso con su tez clara y su barba incolora. Estrechaba la mano de algunos desconocidos, abrazaba pausadamente a sus amigos, y absorbía palmadas comprensivas en el hombro. De haber llorado, su rostro pudo dar a entender que estaba en un velorio, como si recibiera la consolación frente a una gran y definitiva pérdida.
Sin embargo, García Curten ya se había anticipado a una escena similar, aunque curiosamente distinta: en su obra “Velorio” del año 2007 el bolígrafo negro es su única herramienta, esos trazos relampagueantes son su consecuencia. La mujer del centro, que nos mira absorta sentada sobre la banqueta alta, y el personaje de rostro desordenado y chaqueta militar, están por delante de dos hombres que lloran juntos en un gesto de brazos quebrados y que dan los ojos tristes a la última y pequeña figura: una niña desnuda, sentada en el suelo, esconde la cabeza entre sus brazos.
Todos los personajes se amontonan en la superficie del dibujo, impidiéndonos reconocer un espacio claro u ordenado, como lo pensó el Renacimiento Italiano. Para los artistas y científicos de esa generación, una obra de arte era una caja espacial que simulaba la realidad, un cuadro era como una gran ventana al mundo.
García Curten, respaldado por sus mentores del Expresionismo Alemán, comprendió que había que romper esa ventana de un violento piedrazo. A nosotros nos toca la tarea de recoger esos trozos de vidrio y construir un espejo. Es así que nos llevará tiempo reconocer el ataúd en “Velorio”, de entre los planos oscuros que emergen del suelo, e incluso reconocer que la figura allí dentro es la del propio García Curten.
Arriba, en un rincón, solitaria, pende oscilante una bombita de luz que no logra eliminar la oscuridad ni justificar los agudos contrastes. Dibujar es justamente eso: conseguir que el espacio virginal de la hoja en blanco, de la hoja iluminada, se vea trastornada por una o por miles de líneas que, como pensamientos, construyen un silogismo, a veces más oscuros que otros.
Más aún, en sus dibujos la confusión de líneas y el lento emerger de las figuras entre ellas imitan a nuestros ojos cuando los envuelve la oscuridad. Como cuando estamos en una habitación completamente oscura y de a poco comenzamos a reconocer los objetos que nos rodean, acostumbrándonos a una oscuridad que ya lentamente asimilamos.
Recuerdo haber visto esa obra allí, rodeada de otros excelentes dibujos, deteniéndome en sus detalles, observando de cerca la grafía de esas figuras y buscando resguardarlas de esas luces inquisidoras. Me sentí, en ese momento, invadido por un sentimiento profundamente extraño, como si me hubiera vuelto parte de esa obras, como si sintiera realmente la incomodidad que parecían estar gritando allí esas bocas entrecruzadas por manchas amorfas y líneas apresadas.
Busqué miradas a mi alrededor y cinco cabezas asintieron en silencio, señalando con el dedo alguna extremidad que nacía desde sus propios ojos, y desde el entramado de líneas y manchas negras, que dejaban el espacio suficiente para que naciera otra figura, pero ahora desde el vacío de lo blanco. “¡Qué lindo!”, escuché, y me sumergí, abnegado, más profundamente en ese caos perfecto que se ordenaba a veces entre hombres tensionados o tendidos, o en artistas ya olvidados, en mujeres desnudas, en figuras gritando, en la masacre de un contingente, en el péndulo de un ahorcado, en un enjambre de extremidades mutiladas, pero también en una flor, en un foco de luz, en un niño, en una pipa, en un bolígrafo, y en la propia figura descompuesta de García Curten, que se inmiscuye solitaria siempre que puede entre toda esa ola putrefacta.
Hoy puedo pensar, viendo aquellos trazos con lapicera, que algunos de sus dibujos tienen una relación directa con sus esculturas, esas maravillosas esculturas construidas con deshechos (hablar de esas esculturas aquí sería desmerecer las maravillosas palabras que Abelardo Castillo ha escrito sobre ellas).
La relación que se establece entre estos dibujos y aquellas esculturas, que se exhiben permanentemente en su Casa-Museo de San Pedro, no está en las temáticas ni en el carácter astillado, como menciona Luis Felipe Noé en el catálogo de la muestra, sino en su particularidad táctil: de cerca podemos observar cómo la lapicera ha marcado el papel, lo ha deformado con su trazo y lo ha transformado en su camino, como cuando escribimos con letra fuerte y decidida en hojas de cuaderno, y pasamos la mano en el reverso, asombrados de poder tocar nuestra letra y sentirla con los dedos. Esa misma posibilidad de palpar las figuras es la que nos acerca a sus esculturas.
Mantuve en mi memoria cada una de las siluetas, compuestas con líneas superficialmente nerviosas y desesperadas, y así pude observar y reconocerlas en cada una de las obras, para decidir no salir más de ese mundo de blancos y negros, para caminar por la calle y poder ver un linyera dibujado de ese modo o un presidente televisivo alzando un brazo hecho de líneas y rastros de tinta. Caminé hacia el otro lado de la sala, lejos de la muchedumbre que sonreía, y me crucé de brazos, apoyado en la baranda, para observar a García Curten. Me pregunté si habría comprendido que desde ese momento se tornaría indispensable para muchos de nosotros.
Salí de allí con una sensación de despojo que afloró unas cuadras más adelante, dejando detrás el griterío. Sentí, entonces, como si alguien me hubiese arrancado algo con violencia, como cuando somos víctimas de un robo, de un arrebato. Sin embargo, ello significaba también cargar un peso menos, una molestia menos para deambular. Entendí, desde ese momento, que las obras que había visto ese día significaban y representaban un fragmento de mí, eran algo que me había pertenecido hace mucho tiempo y que alguien había decidido quitarme inexplicablemente.
Ahora creo comprender las razones de Curten cuando decidió dejar de exponer en el año 90: allí se siente uno realmente expuesto, desnudo en un territorio neutro, blanco y vacío. Afortunadamente, los dibujos intentaban luchar contra esa neutralidad, contra la situación forzada que significa una exposición. Quizás por ello, también, decidió esconderse tras la gente, continuando charlas que se tornarían superficiales al lado de sus obras. Y aunque esté ahora escribiendo esto, hay un pedazo de mi alma que se siente hondo e incompleto, que decidirá errar indefinidamente hasta el momento en que encuentre nuevamente su pieza faltante, ese trozo que se fue y que ahora está en cada dibujo de Fernando García Curten.
Y es por ello, por ser esas piezas faltantes que buscan desesperadamente, que esos dibujos pueden ser representaciones de la soledad del artista, de su incomprensión, del mundo atormentado que observa, de nuestros propios miedos, pero también pueden ser la Guerra Civil española, pueden ser el horror de una mesa de tortura, o las imperceptibles amenazas de la sociedad del espectáculo. Siempre haciendo del hombre y su representación, el tema central.
Entonces, ¿de qué modo ver ahora las irónicas instalaciones contemporáneas? ¿en qué clave comprender las pasadas exhibiciones del Di Tella? ¿Cómo buscar la fundamentación de un Hiperrealismo acechante o de las aún repetidas Vanguardias Geométricas? Porque, en conclusión, ¿qué actitud más vanguardista hubo en las plásticas argentinas que aquella decisión de dejar de participar en concursos o abandonar las salas de exposición, que supo tomar muy sabiamente García Curten?
Busco ahora palabras que me amparen y encuentro un libro de Henry Miller que aún tiene el olor de mi adolescencia. Busco mis propias líneas que subrayan párrafos enteros, iluminando lo que pensaba algunos años atrás. Azarosamente quizás, encontré las siguientes palabras: “Cuando pienso que la tarea que el artista se asigna implícitamente es la de derrocar los valores existentes, convertir el caos que lo rodea en un orden propio, sembrar rivalidad y fermento para que, mediante la liberalidad emocional, los que están muertos puedan ser devueltos a la vida, entonces es cuando corro gozoso hacia los grandes e imperfectos, su confusión me alimenta, su tartamudez es música divina para mis oídos”.
Y quizás, así, de a poco, dibujo por dibujo, acercándonos a hombres como éste, sea el modo en que terminemos de entender que la responsabilidad con que un hombre vive y crea, no es más que la forma que tiene para que el mundo sepa que no está solo en su desaparición.

Por Marcos Kramer