Por Sebastián Basualdo
El aniversario de la dictadura, el de la Guerra de Malvinas, la despedida a David Viñas, la apertura de la Feria del Libro con Vargas Llosa, son fechas y acontecimientos que, leídos en clave por Abelardo Castillo, cobran otra hondura y más polémica
Eran las siete de la tarde de un jueves cuando Abelardo Castillo recibía a Debate en su casa en el barrio de Balvanera. No un jueves común y corriente: 35 años del golpe cívico-miliar del 24 de marzo de 1976. Y como si de verdad a la realidad le gustara las simetrías y los anacronismos, minutos antes de comenzar con la entrevista, su mujer, la escritora Sylvia Iparraguirre, nos convida con un café mientras nos comenta que apenas hace unas horas que regresaron de San Pedro, como aquel día.
¿Qué recuerdos conserva de esa fecha, Castillo?
Igual que hoy, acabábamos de llegar a Buenos Aires. Sylvia y yo veníamos de San Pedro, donde nos habíamos casado. Nuestro casamiento duró tres días. Empezamos la fiesta el 20 y al final terminamos casándonos el 22 porque era el primer día hábil y recién entonces se podía firmar el libro del Registro Civil. Apenas llegamos, recibí una llamada de Radio Municipal: me informaban que se prohibía el programa “Otras aguafuertes porteñas” que teníamos desde hacía unos meses. Me lo prohibieron tres veces el mismo día. De modo que más bien rápidamente tomé conciencia de lo que estaba sucediendo, cosa, por otra parte, que todo el mundo preveía desde hacía meses. Recuerdo que se comentaba que “afortunadamente” (por favor, apreciá en sus debidas dimensiones el adverbio) había tomado el gobierno la parte menos violenta y más civilizada, por decirlo así, de los militares, porque el otro sector, el grupo duro, tenía una lista de 60.000 personas para eliminar y, según sus criterios bárbaros, llegar en paz al año 2000.
¿Esto explica en parte cierta connivencia y hasta cierto apoyo de mucha gente?
Cuando el golpe de Videla, hubo algunos sectores políticos e intelectuales que no estaban tan alarmados como ellos mismos nos dicen hoy. Conozco a muchos que no estaban nada alarmados y que hoy son héroes o profetas a destiempo.
Curioso, ¿no?
Bueno, es una característica bastante nacional. De todos modos, hay que situarse en esos días y entender también lo que eran las Tres A, lo que eran las muertes en las calles, Ortega Peña, por ejemplo, el asesinato del Padre Mujica, y hasta el de Rucci. Además no hay que olvidar que fue Isabel Perón quien puso en marcha el aparato de represión con un decreto del Poder Ejecutivo. En el 75 ya estábamos viviendo bajo un régimen de violencia muy grande. Lo que vino después no fue más que el corolario de una historia nefasta que conocemos todos y la sorpresa formidable de que el Terror de Estado pudiera instalarse entre nosotros de verdad, con una ferocidad, con un cinismo, como sólo había ocurrido muchos años antes en Europa.
¿Por qué cree usted que semejante atrocidad no pudo ser prevista por el común de la gente ni por gente supuestamente informada?
Los argentinos nos creíamos al margen de todo eso, creíamos que nuestras dictaduras militares eran desdichas relativas, momentos para acceder luego a órdenes más o menos democráticos. Hasta que vino una dictadura militar en serio, de caracteres fascistas o nazis, con desaparecidos y torturados y con el número de muertos que hoy todos conocemos. Cosa que tampoco se creía del todo. Hay algunos que lo ignoraban de buena fe; otros que se hacían los distraídos. Yo he hablado incluso con gente que venía a verme de Amnesty o de grupos de Derechos Humanos y casi nadie creía que el número de víctimas fuera tan grande. Era como si el argentino no pudiera concebir que eso le ocurriera a él. Del mismo modo que unos pocos años después no se podía concebir que fuéramos a tener una guerra con Gran Bretaña. Hay que haber vivido bien esos días para recordarlo.
¿Qué imagen recordaría si quisiera pintar un panorama para quienes no lo vivieron?
Multitudes de argentinos yendo a la Plaza de Mayo a clamar por la guerra. Chicos de quince o veinte años que se ofrecían a ir de voluntarios. Con Sylvia permanentemente repetimos una anécdota que ya no sabemos si es trágica o cómica: lo oímos por radio, un taller mecánico que ofrecía masilla de auto, me parece que eran unos 5.000 kilos, para arreglar las averías producidas en nuestros tanques o blindados en las islas. Masilla de auto, eso ofrecían. Chicos que querían ir de kamikazes, como si volar un avión fuera tan sencillo, y cientos de miles de personas, tantas como las que fueron a vivar al Papa, clamando en Plaza de Mayo por la guerra contra Gran Bretaña. Se decían cosas tan estúpidas en esa época, como que los ingleses se iban a morir de frío acá. Nosotros estábamos peleando con soldados correntinos, es decir, muchachos que pertenecen prácticamente al trópico. Los ingleses han vivido navegando el Mar del Norte y casi pegados al Polo, pero acá no iban a soportar el frío… Mirá, yo tengo ese sillón que ves ahí, es de fines del siglo XIX , pertenecía al abuelo de un amigo que me lo regaló, un inglés que trajo los ferrocarriles a la Argentina. Ese sillón ha sobrellevado varias generaciones de niños, perros, caídas de cielorrasos, etcétera. A amigos míos de la época se los mostraba, les decía ¿ven este sillón?, en casi cien años no se le ha movido ningún tornillo. Esos tornillos -porque tiene varias posiciones y un aparato para leer- son los mismos tornillos originales con que lo atornillaron en Inglaterra. Esto lo fabricaban los ingleses en el siglo XIX; ahora imaginen más o menos lo que debe ser un avión o una corbeta hechos en el siglo XX. Me decían que los ingleses no iban a llegar a las islas. Por favor, los ingleses pasaban por las Malvinas y daban la vuelta al mundo para colonizar a la India cuando no existía el Canal de Suez, ¿por qué no van a llegar hasta las Malvinas? Que se iban a morir de frío, que no iban a querer pelear, que estaban muy lejos, como si la palabra lejos existiera para un inglés. Yo volvía a explicarles que las Malvinas eran la mitad del camino que hacían los ingleses cuando visitaban la India, y que en esa misma época ellos hacían estos sillones a los que no se les mueve un tornillo, que imaginaran lo que debían ser las fragatas, los torpederos, los misiles. Había no sólo la idea de que era posible pelearlos a los ingleses, sino que íbamos a ganar la guerra. Y si decías “miren, la verdad es que si esto es una guerra, está perdida antes de empezar” eras un derrotista o un miserable apátrida. Eso, toda esa demencia fue también la dictadura. El hecho concreto es que el 24 de marzo se conmemora el nacimiento de una época muy infausta en nuestro país. Es una lástima que se lo confunda con los feriados festivos. Feriado, para nosotros, es fiesta. Hoy, cuando venía de San Pedro, veía las columnas interminables de automóviles yendo a Rosario, a Córdoba, me imagino lo que sería la ruta 2 con los que iban a Mar del Plata. Gente que en este momento no está recordando en absoluto nada. Están jugando en el casino y felicitándose de que la fiesta dure un día más.
Hablando de dictadura y memoria, me gustaría evocar la figura de David Viñas, ¿qué relación tuvieron ustedes?
Siempre tuve una relación muy áspera y te diría que antagónica. Curiosamente, Viñas pertenece a una generación que era muy gorila. Yo nunca fui peronista pero siempre creí que ser antiperonista era un error político. Viñas era un poco mayor que yo y pertenecía a la generación de Contorno, de los estudiantes que hicieron la Universidad bajo Perón. Entonces eran naturalmente antiperonistas; antiperonistas, te diría, bastante agudos. Cuando yo empecé a escribir, Viñas ya era Viñas, me llevaba siete años; vale decir que cuando yo tenía 24, él había ya publicado Los dueños de la Tierra, había sacado Contorno y ya era un crítico conocido. Discutíamos mucho. Una vez le pedimos una colaboración para nuestra revista y él dijo que le parecía absurdo el dibujo de “El grillo de papel”. “¿Qué significa este grillito a lo Walt Disney?”, preguntaba, con ese modo estentóreo y solemne que tenía David. Recuerdo haberle dicho que no me juzgara la revista por la tapa o por la parte de afuera, que tratara de leer lo que traía adentro. Desde ese día en que nos conocimos hasta el día en que se murió mantuvimos una relación de discusión secreta. Yo lo respetaba mucho y creo que él también a mí, porque sé que una vez dijo, con ese modo ecuánime que tenía de vociferar: “Al primero que venga a decir que yo tengo una polémica con Castillo, lo voy a dar una trompada”. Pero siempre que podía decía algo en contra de El grillo de papel o de El Escarabajo de Oro. Él nos llamaba “La Generación Peterpánica”, porque decía que jugábamos a ser jóvenes. Y realmente jugábamos a ser jóvenes. Y lo éramos. Como todos los jóvenes, nos jactábamos de nuestra juventud, y eso lo ponía muy nervioso.
¿Un rasgo de Viñas?
Viñas era un cabeza dura. Una vez que se le metía una idea en su cabeza de buey, le resultaba muy cómodo mantenerla hasta la muerte, y eso es lo que hizo. Lo que para algunos está muy bien, y para mí también está muy bien. Aunque a veces sospecho que si a los setenta años seguís pensando igual que a los treinta, tal vez has perdido 40 años. Porque evidentemente, en el medio de esos años que pasaron tendría que haberse producido alguna modificación, ¿no? No digo que hay que invertir las posturas ideológicas o filosóficas tipo Vargas Llosa: empezar queriendo pensar como Sartre y terminar, ya lo he dicho en otra parte, pensando como Shirley Temple.
Usted hace muchos años que tiene una idea formada de Vargas Llosa.
Le he dedicado varias páginas criticando el Manual del perfecto idiota latinoamericano, que él prologa y celebra. Pero empieza mucho antes. Desde La ciudad y los perros. Nosotros criticamos esa novela en El Escarabajo de Oro. Ya en esa época yo no estaba muy de acuerdo con ciertas posiciones políticas de Vargas Llosa, aunque él se decía de izquierda e incluso muy cerca del Partido Comunista (cosa dramática en Latinoamérica haber empezado cerca del Partido Comunista, porque después cuando pegan la vuelta se hacen tan anticomunistas que son insoportables). Hoy, la mayor influencia de su pensamiento es sin duda Isaiah Berlin, con la diferencia que Isaiah Berlin fue un pensador muy serio, un humanista, y además, aunque fuera conservador y el ideólogo del liberalismo inglés, resulta siempre más progresista que Vargas Llosa. De todos modos, creo que es muy merecido su Premio Nobel, ¿por qué no le van a dar el Premio Nobel a Vargas Llosa? Se lo han dado a Echegaray, se lo han dado a Darío Fo, se lo han dado a Churchill. Vargas Llosa lo merece más que cualquiera de ellos.
Estoy pensando en una escena, me estoy imaginando a Vargas Llosa presentando la Feria del Libro y teniendo en la segunda fila la mirada de Pablo Neruda.
Ya que estamos inventando imposibilidades, me gustaría ver a Vargas Llosa en la Feria del Libro y teniendo en primera fila a Sartre, con el que Vargas Llosa aprendió a pensar. O frente a verdaderos intelectuales indomables y críticos, y al mismo tiempo ambiguos y dignos de polemizar, como Camus, que era un hombre que muchas veces conseguía sacarte de tus casillas con sus opiniones pero cuya integridad moral era formidable. Como sea, insisto, Vargas Llosa es uno de los mejores escritores latinoamericanos. Ni siquiera me parece mal que venga a inaugurar la Feria del Libro. Lo que está mal es que se haya hecho una apertura especial de la Feria, al día siguiente, sólo para que Vargas Llosa tenga su reunión con no sé qué intelectuales y políticos de derecha dispuestos a salvar a América Latina de las acechanzas del Mal. Pero debo confesarte algo.
¿Qué me quiere confesar, Castillo?
Que ni la Feria del Libro ni Vargas Llosa me importan tanto como para seguir hablando de esto.
LA EDITORIAL SEIX BARRAL acaba de reeditar El otro Judas a 50 años de su lanzamiento en 1961