El silencio, de raíz
Por Fernanda García Curten
Sebastián Basualdo
“Fiel” (relatos)
Bajo la luna
2010
Muchos años después de la publicación de “El Sonido y la Furia ”, William Faulkner confesaba no poder dejar a un lado esa historia; a pesar de las sucesivas escrituras que componen la novela siempre la sintió incompleta, y habría querido volver a escribirla si eso significaba sacarla por fin de su cabeza. En un sentido no tan distinto, ni tampoco tan lejos, Antonio Di Benedetto decía que con cada nueva obra un escritor no hace más que intentar un mismo libro –ese libro único, ineludible, quizá inabarcable- cuya legitimidad se reconoce, sin duda, en las páginas de “Fiel”.
Reescribir que no es repetir sino escribir de nuevo.
Puede llamarse Lautaro o Julián, Marcos o Francisco, puede ser alguien del que sólo nos llega su contemplación desolada de las cosas, un adolescente despavorido en un cuarto abarrotado de silencio, incluso una mujer “amenazada por la luz”. Los protagonistas son varios, es cierto, pero al igual que en “Cuando te vi caer” (Bajo la Luna , 2008) este viejo-joven-protagonista, presente de un modo u otro en los relatos de “Fiel”, bien podría ser uno solo: el protagonistís o primer luchador de los antiguos griegos en la dimensión existencial de una Buenos Aires inevitable; el jugador al que le sale, una y otra vez, la misma carta. El niño forzado a ser “un hombrecito” mediante una complicidad aprendida, implicado en la ignorancia, envuelto en un saber incómodo que apremia y puede arrastrar a la muerte o a la adultez. Un padre acorralado puesto a jugar en esa deriva cotidiana de niños y hombres solos donde la figura femenina es ausencia pero, sobre todo, abandono. La mujer ausente pero que en cada vestigio –una taza sin enjuagar, ropa tirada, un teléfono que no suena- es activa en su ausencia. Y el hombre debe hacerse solo, rehacerse solo, y no desertar de sí mismo porque el daño nunca se detiene y socava. El hombre se reinaugura en su agonía.
Para el primer luchador/jugador de los relatos de “Fiel” las cartas están echadas desde siempre y a cada momento; ya todo sucedió y nada deja de suceder. Su mirada es parcial, unilateral, violenta: la de un chico traicionado o un hombre humillado. Sebastián Basualdo logra instalar al lector en este mundo masculino alumbrado inexorablemente por mujeres donde, como bien señala Elsa Drucaroff, la violencia de género se sufre desde la condición de varón. La mujer maltrata, ofende, niega mientras sonríe, no aparece o lo hace de espaldas, vistiéndose, brutal e invulnerable, perfectamente ajena ya, como una madonna aureolada de bolsos, valijas y cajas de mudanza; lista a irse para siempre -o peor aún, por unas horas- hacia un tiempo y espacio vedado a estos hombres niños, un lugar establecido en la clandestinidad, maquillándose asquerosamente, adonde lleva una cartera demasiado pequeña para una madre.
No importan, en esta historia, las razones de las mujeres. No es asunto de este libro abrir esa puerta condenada. En el mundo de los personajes de Basualdo esa mujer que engaña o abandona no tiene perdón y a la vez es inmune -o impune-; una especie de hada maligna que desde la mirada del hijo o el marido se sustrae del hogar y se mueve más allá –con una vida paralela, un pasado secreto o un futuro posible- por fuera de la historia, pero que actúa más acá como el efecto secundario de un remedio o el residuo de un veneno olvidado.
Una vez más, desde una prosa necesaria, limpia, sin fuegos artificiales y con genuino espesor literario, el autor deja ver pequeñas escenas infernales de la vida familiar -entendiendo lo infernal como aquello que puede alojarse en una situación a priori inofensiva- a través de relatos abiertos de una claustrofobia perfecta. Momentos críticos, puertas que se cierran y se abren al comienzo o final de cada escena cuya entrada o salida deja al protagonista, esté donde esté, invariablemente adentro.
El escenario del hogar es incierto y peligroso. A la luz del día, aquellos objetos no elegidos o abandonados quedan a la vista con la inerme pasividad de una pava que se ha enfriado hace horas o el impudor de una cama sin tender en un cuarto que ya invaden los ruidos de la ciudad y de la vida que pasa en otra parte. Las señales de lo cotidiano delatan lo que se silencia. En soledad, las formas habituales cobran doble filo, asestan reveses. Una foto intrusa en el cajón de la ropa íntima, un corpiño colgando de una silla o la marcha trunca de un zapato parecen defender la confusa intención de su dueña ausente o ser la prueba de una dejadez cometida. Los personajes que sí están no pueden construir más que miedo con ese inventario de materia dolorosa. En cambio, la obsesión es cimiento, piso, paredes, techo, mesa.
“Hay cosas que uno hace por amor”, exige el personaje de Lautaro. O por desesperación, quién sabe. Pero estos hombres las hacen. No sostienen: aguantan. Fluctuando en esa geografía doméstica, náufragos entre restos de una catástrofe inadvertida hacen, tienden, recomponen, acompañan. Con casi nada, abren un vital pedazo de cielo. Cuidan a esos niños que también son cómplices y saben, y que a su vez cuidan a los hombres que no pueden dejar de saber. Con los dientes ya desafilados bajo el bozal montan una bicicleta que pedalea en falso. Apuntan certeramente aunque deciden desviar el tiro. Reconstruyen su castillo de naipes (la única misión posible) porque no hay más material que este para levantar el mundo, y cada naipe pesa lo que una piedra.
Rulfo, ese hacedor de silencios, dijo alguna vez que el escritor no desea comunicarse sino que quiere explicarse a sí mismo. En la oportuna brevedad y en el recorte deliberado que hacen estos relatos se advierte una firme paradoja: la voluntad de silencio, de contar “hasta ahí” escribiendo con las palabras omitidas pero con un lenguaje presente en la obsesión de volver, siempre, sobre eso. Sin perder su autonomía, las escenas no se cierran en sí mismas sino más allá. O quizá no se trata de cerrar si no de reabrir una y otra vez. Porque con cada palabra el autor construye empecinadamente su texto –dicho en singular, como totalidad, en su acepción de tejido- con los puntos sueltos y los agujeros de la historia. Con crudeza, sin regodeo y bajo un dolor auténtico “Fiel” consigue el tono de una radio que alguien escucha bajita a la mañana o de quien habla solo mientras se afeita. Apunta allí y dispara a otro lado, hacia adentro. Como ese disparo de máuser que “arranca de raíz el silencio y se lo lleva lejos, hacia el otro lado del campo”, cada relato se planta con voz única y delimita, callando a gritos, la frontera de aquel vacío ensordecedor.
La aparición de este nuevo libro de Sebastián Basualdo atestigua un territorio conformado, con lo escrito y lo no escrito, por la potencia narrativa de ese libro que nunca termina. De igual modo que ante una fotografía familiar cortada con tijera se puede comprender la forma invisible del pedazo faltante -no así recobrar la imagen de ese abismo- el lector queda atravesado, incompleto, con la sensación de estar corriendo en el mismo lugar, como en esas pesadillas sin monstruos pero igualmente angustiantes. Para aquellos que ya han visitado “Cuando te vi caer”, la certeza, quizá, de haberse deslizado por una puerta lateral a la trastienda de la novela sorprendiendo a sus actores reales desarmados o a medio vestir, y darse cuenta que siempre ha sido así y que no hay tal detrás de escena ni descanso, que la vida lo ocupa todo.
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