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viernes, 19 de agosto de 2011

Rutina

Los años se apilan
 
uno a uno como ladrillos
 
en las paredes del recuerdo
 
no hay modo de derribar
 
el camino transitado
 
acaso las horas enteras
 
que compartimos juntos
 
hasta agotar el último resquicio
 
de cotidianeidad.
 
Quizá por eso la rutina se vengó de nosotros. 
 
 

martes, 2 de agosto de 2011

Cuento de cancha- (del taller literario)




                       
Por Nicolás Mazía

Los consejos de mi padre


 Un miércoles por la tarde me llamó por teléfono.
 -Es la final, Javi. ¿Qué te parece si vamos?
   Supongo que debió haber entendido mi silencio como un sí; porque no tardó en agregar:
  -Muy bien; nos encontramos este domingo en la esquina de Humboldt y Murillo. A las tres.
   Hay algo en lo que pienso siempre justo antes de que comience un partido. “Nunca creas nada de lo que dicen en una cancha.”
   El consejo de mi padre.
   Ahora mismo lo veo venir. No sé por qué, pero esta vez lo noto más ancho, más canoso y más lento. Siento que su imagen ha sufrido el cansancio del tiempo. Verlo avanzar hacia mí me da mucha felicidad.
-No puedo quedarme para la segunda parte – dice. La barba le cubre gran parte de la cara y tiene unos ojos oscuros y penetrantes. – Tengo una reunión.
   Huelo su perfume y siento su fuerza sujetándome por los hombros. Después, mira hacia algún punto fijo, consulta su reloj y me dice que entremos, alzando las cejas al tiempo que gira levemente el cuello para indicarme el lugar. Se acerca hasta la ventanilla y lo veo mover los labios. “Dos populares”. Después paga y me dice:
   -Vamos,  dale, rapidito que está por empezar.
   Miro hacia la alfombra verde del pasto que me resulta interminable y que pareciera caer un poco en los costados. Los jugadores se mueven aunque todavía no haya comenzado. Se mueven para no enfriarse, dice mi padre. Están nerviosos.
   Subimos hasta la primera planta, rápidamente. Me sorprende verlo subir  las gradas, tan ágil evadiendo su peso y su edad. Buscamos un lugar y nos ubicamos. El día está hermoso. El lugar está colmado de gente. Todos gritan y el cielo es una fiesta como cuando era  chico y cumplía años y había una piñata enorme como este sol enorme y guirnaldas que ahora, que soy más grande y que puedo encontrarme con mi papá yo sólo en la cancha, ahora, arden porque esos fuegos artificiales son fuertísimos con su olor a pólvora quemándose. Logramos acomodarnos junto a un hombre muy viejo que escucha casi pegada a su oído, una radio pequeña, mientras llora e insulta y ríe y vuelve a llorar. Siento los tablones vibrar como si un terremoto sucediera bajo mis pies. Porque también la gente vibra. Incluso el viejo, que está a nuestro lado y que se pasa la manga de su sweater azul por los ojos para secarse las lágrimas que también parecen vibrar.
-Mirá qué bueno–me dice mi padre–, me dieron esta rifa con la entrada–. Me muestra un papel amarillo con unos números en rojo-. El premio es una camiseta. La que estrenan hoy.
   Ni bien termina de decir esto se interrumpe para ver pasar una mujer. (parecía que era lo único capz de hacer callar a mi padre) El pelo oscuro y enrulado y de ojos como almendras. Lleva un pantalón de jean que apenas le cubre hasta la mitad del muslo y que le queda excesivamente ajustado; la remera que tiene es la del club, atada, la parte de abajo, con un nudo, de modo que se le ve apenas la panza. Mi padre me codea y sonríe al tiempo que me la señala abriendo, apenas, los ojos. Un hombre que voltea para verla, le dice algo que no alcanzo a oir porque los cantos suben alto estrellándose contra el cielo, como los cohetes. Por lo demás, el árbitro había dado comienzo, en algún momento, al primer tiempo.
-¿Estos tablones no se rompen? –  preguntar lo mismo es un modo de acercarme a mi padre, lo sé.
   Me mira y se echa a reir. Me revuelve el pelo con su mano pesada. Luego, volviendo su atención al partido, me contesta que no, que estos tablones, Javi, están desde que él tiene diez años.
 -Calculá, Javier…
   Ahora silencio. Sólo se oye el murmullo de la hinchada. Todos parecen expectantes y como a la espera de algo.
-¿Cómo anda tu vieja? – no me mira.
   Yo sí lo miro, pero no puedo contestarle porque me tapa la voz del viejo que, parado junto a mí, antes lloraba y que ya no vibra. Está demasiado quieto relatando el partido: dale, vamos que la lleva el ocho, que se la pasa al cuatro que desborda, dale, dale que le pase por la espalda y que el siete la pida…y de golpe un ¡Uy!, o un ¡Ole! y seguido a eso, aplausos que llueven y caen muy fuerte desde todas partes.
-          ¿Viste eso, Javi? El nueve que tenemos es un fenómeno.
   Es curioso, pero todas las voces juntas conforman una sola voz. Una ola enorme de tonos dispares que confluyen (y que casi parecieran verse) hacia el interior del campo de juego; voces que provienen de los cuatro costados y que parecieran sumergirse ahí abajo, donde sucede lo importante. Incluso la voz de mi padre que, poco a poco, va gastándose y perdiéndose, al tiempo que se confunde con la gran voz de la multitud. Siempre sucede de la misma manera; cada vez que nuestro equipo pisa el área rival, se hace un silencio como los de Iglesia, y cuando la jugada acaba, sin importar cómo acabe, el silencio se esconde bajo los cantos de la hinchada que grita a toda voz y algunos se suben al paravalancha y otros al enrejado altísimo que nos separa de los jugadores.
   Ya no sé cuántos minutos pasaron de la primera parte. Porque, al tiempo que de pronto me descubro a mí mismo cantando, giro la cabeza para ver a mi padre que, a intervalos, tiene un gesto, siempre el mismo: a su labio inferior, labio que en otra época seguramente fue más grueso y más carnoso, lo mueve hasta ponerlo por encima de su labio superior, mientras inspira fuertemente un aire que parece entrarle denso, abriendo grande las fosas de su nariz. Hay caras que duelen.
   La cancha inmensa respira, cuchichea, se mueve, vibra , grita con sus pancheros y sus cocacoleros y  el viejo con su radio y sus dale, dale el siete que va…y con el sol amarillo como un chupetín bien lejos que cae lento mientras la gente se levanta lenta porque el que la lleva es el siete, como dijo hace unos segundos atrás el viejo y otro uh! Y la gente que entonces se sienta lenta mientras aplaude eufórica rompiéndose las manos y el sol que se aleja lejos y lento.
-¿Cuánto falta, pa?
-No sé, Javi. Unos minutos.
   Un hombre delante de nosotros se da vuelta, mirándome.
-Diez minutos – dice.
-Gracias – le digo. Cuánto tiempo. Diez minutos, más lo que adicionen porque… de pronto, se oye un ¡Gol!, muy débil que proviene de la radio del viejo que está a mi lado. Ese gol suena en el silencio del silencio de nuestra hinchada. Y a continuación todos gritamos gol, también. Con este resultado, somos campeones, me dice mi padre, emocionado, mientras me sujeta por los hombros con sus manos pesadas y sonríe con toda la cara.
   Después el final del primer tiempo y un aplauso cerrado a los jugadores que se meten en la manga, mientas mi padre me pregunta si escuché.
-          Escuchaste – pregunta que sonó, más bien, a una afirmación. – Tu número, Javi. Andá, corré a buscarlo.
   Me apresuro hasta llegar a la cabina antes de que mi fortuna se disuelva en otros números y se anuncie a otro feliz ganador. La voz gutural de un hombre me dice, tomá pibe, mientras me entrega la camiseta. Después, vuelvo adonde está mi padre y me siento junto a él.
-          Hermosa, eh – dice y hace ese gesto de revolverme el pelo con su mano.
   Inmediatamente, mientras el árbitro hace sonar el silbato marcando el comienzo de la segunda parte, mi padre me pide la camiseta, la observa, la sujeta por los hombros, la pone de espaldas y me dice lo mismo que aquella vez, que nunca crea nada de lo que me dicen en una cancha. Luego, comienza a bajar lentamente por las altísimas gradas de madera y, abriéndose paso entre la multitud, al tiempo que, por momentos, gira la cabeza hacia donde yo estoy y moviendo la mano de un lado a otro, la mano que no sostiene la camiseta, se despide de mí.






El paraíso Argentino- entrevista a Claudio Zeiger

Por Sebastián Basualdo


En un libro llamado El paraíso argentino, el escritor Claudio Zeiger reúne una serie de ensayos y retratos de autores aparentemente tan disímiles como Benito Lynch y Eduardo Mallea, Silvina Bullrich y Oscar Hermes Villordo. ¿El punto en común? Todos ellos habitaron el Edén de la fama y todos fueron desterrados al olvido




Varios de estos autores llegarán a la televisión y firmarán cientos de ejemplares en la feria del libro. Sus rostros serán conocidos por los lectores y ellos cultivarán, con mayor o menor énfasis, imágenes o figuras públicas rutilantes. Esas figuras públicas, muchas veces, condicionaron las lecturas de sus libros y, es de temer, la consideración posterior de sus obras, colocándolas al borde de la expulsión del canon y del olvido.
Claudio Zeiger elige una serie de autores argentinos que tuvieron estrepitosos auges y caídas. Pico de popularidad y olvido vergonzante. Lo que más curiosidad genera, advierte Zeiger, es que son autores que no pertenecen al canon con mayúscula, lugar que ocupan Borges, Cortázar, Silvina Ocampo, entre otros; pero, curiosamente, no están tampoco en lo que podríamos denominar el anticanon, que es el lugar de Puig y Copi, de Lamborghini, Fogwill y Walsh para dar algunos nombres. El gran tema es el olvido, son olvidados desde lo literario, desde lo cultural, desde lo histórico social y político, entonces, parafraseando una cita de Bullrich: el olvido es un momento muy largo.

¿De dónde surge la idea de escribir un libro como El paraíso argentino?
Surgió mientras estaba escribiendo mi última novela Redacciones perdidas. Uno de los ejes gira alrededor de los años cincuenta, en una trama de periodismo, literatura y bohemia, y esto me llevó a rastrear la literatura argentina de esos años. Así que un poco la punta, el hilo del cual empecé a tirar fue sobre todo las novelas de Manuel Mujica Lainez, especialmente las novelas de una serie que se llamaba La saga de los porteños. Dentro de esa saga está el libro Invitados en el paraíso, este libro fue armando mi interés por esa época, una época que podríamos llamar edad de oro, con todas sus connotaciones tanto de edad mítica como de algo que está destinado a perderse. De modo que con el tiempo se fue haciendo una suerte de espejo en la no ficción, en el ensayo, y empecé con los primeros retratos de vida, lo que para mí es el corazón del libro: los escritores de los años cincuenta, que luego entran en el auge de los sesenta con la industria editorial, con el best seller nacional, con una actividad cultural y social muy importante, para, finalmente, caer en el olvido.

Hay distintas clases de olvido en este libro, o por lo menos tres: el olvido desde la vida del escritor, la obra del escritor y el escritor dentro de la historia argentina.
El que tenía más claro como aglutinante de estos nombres era el plano del olvido literario. No hay reediciones, los libros que vos encontrás son las ediciones de la época, y estamos hablando de ediciones fastuosas. El caso de Silvina Bullrich, por ejemplo, son tiradas de 20.000 ejemplares. Se puede hacer la salvedad con Mujica Lainez, que está siendo reeditado ahora, porque hay una Fundación que se ocupa. Yo marcaría que son escritores que por distintas razones han sido víctimas de distintas formas de olvido porque también han generado distintas formas de incomodidad en el campo intelectual, o lo que podríamos llamar la trama cultural argentina. Es cierto que los capítulos están armados como retratos de vida, alrededor del olvido. Fijate lo que sucedió con Benito Lynch, que fue lo que se denomina un misántropo, era un personaje que cultivaba mucho misterio alrededor de su vida.Yo lo interpreto en términos de una suerte de melancolía imposible de reponer por no haber hecho la vida de gaucho. Estaba destinado a otra cosa. Es un caso de soledad extrema, y es el que abre el libro. Cierra Marta Lynch, la radicalidad del olvido a través del suicido.

¿Y por qué estuvo muy cerca del poder durante la última dictadura?
Marta Lynch es el caso más incómodo. Representa esa suerte de abandono, de cómo se les soltó la mano a los escritores de esa órbita de derecha, de esa derecha cultural, y sobre todo de una suerte de elite, donde el único contraejemplo es Villordo. Naturalmente, les llega una suerte de crepúsculo con la apertura democrática. Por otra parte, son los años en que mueren Cortázar y Borges, unos años después muere Silvina Ocampo, también Eduardo Mallea que era una especie de prócer, en esos pocos años empieza a desaparecer físicamente la gran literatura argentina, y estos escritores que estaban alrededor de todo eso empiezan a caer en un abandono de parte de lo que sería el campo intelectual. En el caso de Marta Lynch es complejo, por dos motivos: su suicidio y su presunta relación con el almirante Massera.

Cuando uno piensa en la literatura, la obra se independiza del autor. Pero en estos casos parecería que el escritor se llevó la obra.
Fijate lo que ocurrió con Sabato. Con su muerte física la obra encontró su lugar de autonomía total. En estos casos en que no se pudo producir esa instancia, con la desaparición física de los autores y su consiguiente olvido, los libros son arrastrados por esa misma corriente… Me refiero a la corriente de lo que podría denominarse fama. Para mí eso lleva a discutir no tanto el tema de la autonomía de la literatura sino qué pasa con los libros de un mercado literario. Existió el boom de la novela argentina, y esos libros que entraron dentro de esa zona fueron arrastrados y no pudieron ser retenidos por nuevos lectores o por la crítica. El caso de Silvina Bullrich es el más paradigmático, sus libros tenían una primera tirada de veinte mil, treinta mil ejemplares.

En el caso de autores como Silvina Bullrich, ¿se puede hablar de una literatura que envejece?
Tiendo a pensar que los libros se ven beneficiados por un cierto clima de época y una cierta sensibilidad. Las novelas de Silvina Bullrich, haciendo un recorte, porque estamos hablando de cincuenta títulos, muchas han envejecido, otras son un disparate propio de una producción industrial, y hay una cierta cantidad de libros que se pueden leer con los cánones de la literatura ligera. Yo no creo que la literatura se torne anacrónica por el paso del tiempo. La materia fundamental de la literatura es el tiempo, el paso del tiempo: el pasado. Sería condenarla por sus propios materiales, ¿no?

También en algunos se puede ver cuál era la sensiblidad de la época.
Cuando uno toma el ejemplo de Eduardo Mallea, comprende rápidamente que hubo un cambio que lo dejó de costado, muy interesante teniendo en cuenta que su figura de escritor es una suerte de síntesis contradictoria entre Sur y Contorno. Y en cuanto a la sensibilidad, estoy pensando ahora en Beatriz Guido que quería hacer lo que David Viñas, y cuando lo hacía se convertía en un best seller que procesaba, como en una especie de licuadora, el gorilismo y los militares. El caso más paradigmático es Beatriz Guido porque su antiperonismo la convierte en una escritora demasiado áspera, sin comprensión, sin un mínimo de ternura hacia sus personajes. El hoy tan citado Arturo Jauretche, en su libro El medio pelo argentino, le dedica un capítulo entero a Beatriz Guido.

De algún modo usted consigue reconstruir lo que estos escritores quisieron ser.
Me gusta pensar que El paraíso argentino es el libro de un escritor que se está mirando en un espejo desordenado. La literatura proviene de esa tensión que surge del orden de lo literario y la experiencia de vida. La vida de un escritor es un relato en sí mismo. Esa tensión uno la puede seguir en los escritores. Seguramente Silvina Bullrich quiso ser primero una gran escritora del siglo diecinueve, después quiso ser Simone de Beauvoir y terminó siendo Silvina Bullrich, lo cual no es poco. Güiraldes quiso ser Flaubert, quizá José Hernández y terminó siendo Ricardo Güiraldes.