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martes, 2 de agosto de 2011

Cuento de cancha- (del taller literario)




                       
Por Nicolás Mazía

Los consejos de mi padre


 Un miércoles por la tarde me llamó por teléfono.
 -Es la final, Javi. ¿Qué te parece si vamos?
   Supongo que debió haber entendido mi silencio como un sí; porque no tardó en agregar:
  -Muy bien; nos encontramos este domingo en la esquina de Humboldt y Murillo. A las tres.
   Hay algo en lo que pienso siempre justo antes de que comience un partido. “Nunca creas nada de lo que dicen en una cancha.”
   El consejo de mi padre.
   Ahora mismo lo veo venir. No sé por qué, pero esta vez lo noto más ancho, más canoso y más lento. Siento que su imagen ha sufrido el cansancio del tiempo. Verlo avanzar hacia mí me da mucha felicidad.
-No puedo quedarme para la segunda parte – dice. La barba le cubre gran parte de la cara y tiene unos ojos oscuros y penetrantes. – Tengo una reunión.
   Huelo su perfume y siento su fuerza sujetándome por los hombros. Después, mira hacia algún punto fijo, consulta su reloj y me dice que entremos, alzando las cejas al tiempo que gira levemente el cuello para indicarme el lugar. Se acerca hasta la ventanilla y lo veo mover los labios. “Dos populares”. Después paga y me dice:
   -Vamos,  dale, rapidito que está por empezar.
   Miro hacia la alfombra verde del pasto que me resulta interminable y que pareciera caer un poco en los costados. Los jugadores se mueven aunque todavía no haya comenzado. Se mueven para no enfriarse, dice mi padre. Están nerviosos.
   Subimos hasta la primera planta, rápidamente. Me sorprende verlo subir  las gradas, tan ágil evadiendo su peso y su edad. Buscamos un lugar y nos ubicamos. El día está hermoso. El lugar está colmado de gente. Todos gritan y el cielo es una fiesta como cuando era  chico y cumplía años y había una piñata enorme como este sol enorme y guirnaldas que ahora, que soy más grande y que puedo encontrarme con mi papá yo sólo en la cancha, ahora, arden porque esos fuegos artificiales son fuertísimos con su olor a pólvora quemándose. Logramos acomodarnos junto a un hombre muy viejo que escucha casi pegada a su oído, una radio pequeña, mientras llora e insulta y ríe y vuelve a llorar. Siento los tablones vibrar como si un terremoto sucediera bajo mis pies. Porque también la gente vibra. Incluso el viejo, que está a nuestro lado y que se pasa la manga de su sweater azul por los ojos para secarse las lágrimas que también parecen vibrar.
-Mirá qué bueno–me dice mi padre–, me dieron esta rifa con la entrada–. Me muestra un papel amarillo con unos números en rojo-. El premio es una camiseta. La que estrenan hoy.
   Ni bien termina de decir esto se interrumpe para ver pasar una mujer. (parecía que era lo único capz de hacer callar a mi padre) El pelo oscuro y enrulado y de ojos como almendras. Lleva un pantalón de jean que apenas le cubre hasta la mitad del muslo y que le queda excesivamente ajustado; la remera que tiene es la del club, atada, la parte de abajo, con un nudo, de modo que se le ve apenas la panza. Mi padre me codea y sonríe al tiempo que me la señala abriendo, apenas, los ojos. Un hombre que voltea para verla, le dice algo que no alcanzo a oir porque los cantos suben alto estrellándose contra el cielo, como los cohetes. Por lo demás, el árbitro había dado comienzo, en algún momento, al primer tiempo.
-¿Estos tablones no se rompen? –  preguntar lo mismo es un modo de acercarme a mi padre, lo sé.
   Me mira y se echa a reir. Me revuelve el pelo con su mano pesada. Luego, volviendo su atención al partido, me contesta que no, que estos tablones, Javi, están desde que él tiene diez años.
 -Calculá, Javier…
   Ahora silencio. Sólo se oye el murmullo de la hinchada. Todos parecen expectantes y como a la espera de algo.
-¿Cómo anda tu vieja? – no me mira.
   Yo sí lo miro, pero no puedo contestarle porque me tapa la voz del viejo que, parado junto a mí, antes lloraba y que ya no vibra. Está demasiado quieto relatando el partido: dale, vamos que la lleva el ocho, que se la pasa al cuatro que desborda, dale, dale que le pase por la espalda y que el siete la pida…y de golpe un ¡Uy!, o un ¡Ole! y seguido a eso, aplausos que llueven y caen muy fuerte desde todas partes.
-          ¿Viste eso, Javi? El nueve que tenemos es un fenómeno.
   Es curioso, pero todas las voces juntas conforman una sola voz. Una ola enorme de tonos dispares que confluyen (y que casi parecieran verse) hacia el interior del campo de juego; voces que provienen de los cuatro costados y que parecieran sumergirse ahí abajo, donde sucede lo importante. Incluso la voz de mi padre que, poco a poco, va gastándose y perdiéndose, al tiempo que se confunde con la gran voz de la multitud. Siempre sucede de la misma manera; cada vez que nuestro equipo pisa el área rival, se hace un silencio como los de Iglesia, y cuando la jugada acaba, sin importar cómo acabe, el silencio se esconde bajo los cantos de la hinchada que grita a toda voz y algunos se suben al paravalancha y otros al enrejado altísimo que nos separa de los jugadores.
   Ya no sé cuántos minutos pasaron de la primera parte. Porque, al tiempo que de pronto me descubro a mí mismo cantando, giro la cabeza para ver a mi padre que, a intervalos, tiene un gesto, siempre el mismo: a su labio inferior, labio que en otra época seguramente fue más grueso y más carnoso, lo mueve hasta ponerlo por encima de su labio superior, mientras inspira fuertemente un aire que parece entrarle denso, abriendo grande las fosas de su nariz. Hay caras que duelen.
   La cancha inmensa respira, cuchichea, se mueve, vibra , grita con sus pancheros y sus cocacoleros y  el viejo con su radio y sus dale, dale el siete que va…y con el sol amarillo como un chupetín bien lejos que cae lento mientras la gente se levanta lenta porque el que la lleva es el siete, como dijo hace unos segundos atrás el viejo y otro uh! Y la gente que entonces se sienta lenta mientras aplaude eufórica rompiéndose las manos y el sol que se aleja lejos y lento.
-¿Cuánto falta, pa?
-No sé, Javi. Unos minutos.
   Un hombre delante de nosotros se da vuelta, mirándome.
-Diez minutos – dice.
-Gracias – le digo. Cuánto tiempo. Diez minutos, más lo que adicionen porque… de pronto, se oye un ¡Gol!, muy débil que proviene de la radio del viejo que está a mi lado. Ese gol suena en el silencio del silencio de nuestra hinchada. Y a continuación todos gritamos gol, también. Con este resultado, somos campeones, me dice mi padre, emocionado, mientras me sujeta por los hombros con sus manos pesadas y sonríe con toda la cara.
   Después el final del primer tiempo y un aplauso cerrado a los jugadores que se meten en la manga, mientas mi padre me pregunta si escuché.
-          Escuchaste – pregunta que sonó, más bien, a una afirmación. – Tu número, Javi. Andá, corré a buscarlo.
   Me apresuro hasta llegar a la cabina antes de que mi fortuna se disuelva en otros números y se anuncie a otro feliz ganador. La voz gutural de un hombre me dice, tomá pibe, mientras me entrega la camiseta. Después, vuelvo adonde está mi padre y me siento junto a él.
-          Hermosa, eh – dice y hace ese gesto de revolverme el pelo con su mano.
   Inmediatamente, mientras el árbitro hace sonar el silbato marcando el comienzo de la segunda parte, mi padre me pide la camiseta, la observa, la sujeta por los hombros, la pone de espaldas y me dice lo mismo que aquella vez, que nunca crea nada de lo que me dicen en una cancha. Luego, comienza a bajar lentamente por las altísimas gradas de madera y, abriéndose paso entre la multitud, al tiempo que, por momentos, gira la cabeza hacia donde yo estoy y moviendo la mano de un lado a otro, la mano que no sostiene la camiseta, se despide de mí.






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