Si es cierto que la novela es un género que se define a sí mismo cada vez que surge una gran obra, entonces la comparación con el amor –definir qué es el amor no es tanto un problema sin solución como una ocupación intelectual que lleva más de dos mil años– no debiera resultar desmedida: ambos encuentran su último límite formal en el lenguaje o, dicho de otra manera, en el poder que ejerce la cultura en cada individuo, basta pensar en el sentimiento de culpa heredada por el judeocristianismo, o acaso el valor que se la da al término fidelidad como uno de los garantes aparentemente perpetuos del amor. La novela, como cualquier otra expresión artística, no tiene una forma dada de una vez y para siempre. Sin embargo es fácil advertir qué cosa no es una novela, y en eso tal vez se parezca también un poco al amor en su negatividad: el desamor no es otra cosa que un recorrido inverso al centro mismo de la incógnita.
Me pregunto si el amor no será una historia que uno se narra a sí mismo para luego convencer a otro de que la lea
Me pregunto si el amor no será una historia que uno se narra a sí mismo para luego convencer a otro de que la lea
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