MAÑANA SÓLO HABRÁ PASADO
Abrió los ojos y lo vio: estaba parado a los pies de su cama, serio y acostumbrado al silencio como si hubiera pasado toda la noche cuidándolo.
–¿Quién me lleva?–preguntó, y luego se agachó para intentar, sin éxito, atarse el cordón de la zapatilla izquierda–. Ana no llegó todavía.
Marcos sonrió al verlo tan decidido y le dijo que, si quería, podía quedarse; pero el niño hizo un gesto negativo con la cabeza. No insistió; acaso porque su hijo tenía el guardapolvo puesto y la mochila colgando sobre los hombros. Miró el reloj y le dijo que lo esperara en el living. Debe estar por llegar, pensó Marcos; seguramente se atrasó el tren. Pero cuando salió del baño, comprendió que Ana María no vendría. De modo que no le quedaría otro remedio que disponerse a un sobretodo encima del pijama, un par de mocasines viejos y caminar en silencio, tomados de la mano.
Antes de cruzar la última calle, entraron en un kiosco de aspecto ruinoso, pequeño, algo oscuro más allá de ciertas reminiscencias de lo que fuera alguna vez un antiguo almacén de barrio y que, lejos de entristecer a Marcos, le fascinaba, no tanto por su aspecto y el viejito con cara de húngaro que lo atendía como por hecho de saberlo ajeno a esa hora de los requerimientos quejosos de las madres que cuelgan desmañadas de sus cochecitos de bebé. Y, por sobre todo, de los alumnos que a último momento se acuerdan del mapa político, un punzón y un cartucho de tinta para su estilográfica de pluma torcida.
–¿Querés un alfajor?–preguntó Marcos, y no tardó en verificar que la billetera estuviera en el bolsillo interno de su sobretodo.
La gran variedad de oportunidades lo mantenía embelesado y a la vez indeciso. Maravillado es la palabra; ya que, al tiempo que le soltaba lentamente la mano a su padre, la mirada recorría suavemente la caramelera, elevándose, incluso, hasta más allá de lo que fueran los estantes con paquetes de galletitas. Absolutamente todo lo que estaba al alcance de su vista parecía exigirle una duda y un deseo, la satisfacción y la angustia de tener que elegir algo, llevarse una sola cosa, ni muy chiquita ni muy grande, y no encuentra el chupetín que trae el autito rojo; pero abandona la búsqueda pensando que su padre no se lo compraría y rápidamente se olvida de que no es su madre la que está detrás diciendo para compartir, Julián, para compartir con tus amiguitos, apurate, mi amor, que ya va a tocar el timbre, y entonces la bronca por no recordar el nombre de unas pastillitas que Gabriel, su compañero de banco, había llevado una vez a la escuela. La inquietud ahora dando lugar al temor de que su padre se impaciente y deje librado a su juicio lo que él guardará en el bolsillo de su guardapolvo hasta el primer recreo.
Marcos se preguntó por qué nunca antes lo había llevado a la escuela. Lo contemplaba en silencio, dos pasos detrás, expectante y confiado como si en la elección del niño fuera a probarse algo a sí mismo. Por nada del mundo lo interrumpiría. De hecho, se molestó bastante cuando el quiosquero hizo aquel comentario sobre los chicos y el colegio. No se lo reprochaba; prestarle atención a un comentario cualquiera, habría significado una traición hacia su hijo, o quizá a él mismo a través de su hijo.
–Es así–fue lo primero que dijo el viejo, sin mirar ni al hijo ni al padre, y sin esperar tampoco iniciar una conversación–. Si los adultos quieren saber lo que significa el tiempo para los chicos, llévenlos a un kiosco y díganles que elijan lo que quieran.
Julián dio media vuelta, levantó la cabeza y sin ningún gesto aparente miró rápidamente a su padre; una mirada armoniosa y directa, como quien busca una aprobación, un acuerdo tácito que bien podrá potenciarse con los años hasta convertirse en un lenguaje propio, acaso un modo de entendimiento que sólo los contemplara a ellos y resultara excluyente para el resto del mundo.
Marcos recordaba la tarde en que su abuela lo llevó por primera vez a una juguetería. Lamento tanto que no la hayas conocido; te hubiera contado un montón de cosas de mí. Me hubiera contado un montón de cosas sobre mí que estoy olvidando.
“¿Qué es este lugar?”, preguntó su abuela, al detenerse frente a una vidriera colmada de juguetes maravillosos
“Una juguetería, abuela”.
“Una juguetería, sí. Y decime: ¿sabés para quiénes son las jugueterías? ¿Y la farmacia que está allá enfrente? ¿Y ese negocio de zapatos?”
“No entiendo el juego, abuela”.
“Porque no es un juego, m´hijo. ¿Sabés lo que vamos a hacer ahora? Vas a entrar vos solito a la juguetería, yo te voy a esperar donde está el mostrador, mirá, allá, ¿lo ves? Sí, ahí te voy a esperar hasta que vos elijas lo que quieras”.
“¿Puedo elegir lo que yo quiera, abuela?”
“Lo que vos quieras”, dijo mientras entraban a la juguetería. “Pero hay una sola condición: tiene que ser un juguete que puedas traerme sin ayuda de nadie”.
Marcos miró hacia ambos lados de la calle y luego hizo el gesto de meter las manos en los bolsillos del sobretodo. Una; una sola mano llegó a meterse del todo en el bolsillo derecho del sobretodo y de pronto soltó aquello como si le quemara.
Se preguntó por qué, a una cuadra del colegio, aún no había visto pasar un solo chico con guardapolvo blanco.
–Mamá dice que los alfajores no se pueden compartir.
–Pero no estás ahora con mamá.¿no es cierto?–dijo Marcos, y su hijo lo miró sin que llegara a percibir de qué modo.
–No.
–¿Entonces?
–No quiero nada–dijo Julián.
–¿Seguro?
–Sí.
Salieron del kiosco, tomados de la mano. No habían llegado a la esquina cuando se dio cuenta de que su hijo estaba llorando.
–¿Qué pasa?
Julián se agachó hasta la altura de su hijo y lo abrazó con fuerza. Rápidamente acomodó el peso en una de sus piernas, y, cubriéndolo con todo el cuerpo como si lo importante fuera que nadie lo viera llorar, dijo en tono de complicidad:
–Mirá si te ve una de las chicas de tu grado.
–No me importa.
–Entonces no te va a importar lo que te voy a decir, ¿sabés quien viene moviendo las trenzas de un lado hacia otro?
Julián sonrió, intentó mirar pero enseguida se escondió entre el hombro y el brazo de su padre
–Julieta está viniendo hacia nosotros, tu compañera.
–Mentís–dijo Julián, y enseguida se acomodó para mirar a su padre. Ya no lloraba–¿Quién es Julieta?
–¿No tenés una amiguita que se llama Julieta?
–¿Cuándo viene mamá?
–Pronto.
–¿Se lo diste?
–¿Qué cosa?
–El dibujo del avión, ¿se lo diste?
–Por supuesto, hijo.
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