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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Bernardino Rivadavia- Autor de Isis y otros relatos, entre otros textos hermosos.





 
El Pop Art, destrozó el devenir de la pintura con todas esas boludeces de latas de sopa Campbell que hacía el imbécil de Warhol y toda esa cría.  Y no es casual que el Pop Art, en ese mundo snob de Estados Unidos, haya calado hondo. Pero tristemente, después infectó a Europa, infectó a todos. Y en la pintura, el agotamiento uno lo nota más. Hubo una infinidad de cosas que se creyeron que era el otro lado del espejo, como puede ser en la literatura el género de ciencia ficción. Cuando apareció Bradbury o Asimov, se creyó que eso era otro universo. Es decir, desde las tablitas de los sumerios hasta ahora, un universo; y ahora, con la ciencia ficción, con ese universo de algo impensado, que va más allá de la Tierra... entonces, bueno, tenemos argumento como para tirar tres mil años. Y no, se agotó en cincuenta años.
Con la pintura abstracta pasó lo mismo, con Mondrian o Kandinsky, también se agotó.
O la música dodecafónica. Se creyeron que con la música dodecafónica se había inventado otro universo; y qué mierda van a inventar otro universo. Era una cosa que tenía sus límites y se agotó. Y todo es así. Pero ahora tenemos una etiqueta más pelotuda: el Postmodernismo.

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DE la ocurrencia nace la creación; no de la reflexión. Ahí es donde el creador se sorprende tanto como el espectador. Por ejemplo, ¿cómo descubre Kandinsky la pintura abstracta? Dejó un cuadro en el fondo del taller, en el fondo que daba a la puerta. Y en vez de apoyarlo patas para abajo lo apoyó patas para arriba. Entonces, cuando abrió la puerta a la mañana se encontró con un cuadro abstracto, porque lo figurado no se distinguía. Así empezó con la pintura abstracta.
. El tipo se dio cuenta, tuvo la revelación de que antes que nada era una cuestión de formas y colores, no de temática, que era lo que se creía hasta ese momento.
Pero no hay fórmulas. Yo tengo esta formulación, pretendidamente sarcástica: uno trata de copiar, y lo que le sale mal es creación. Hay que ver después si esa creación es buena o mala. Porque si le sale bien es imitación absoluta, ¿no? Te doy otro ejemplo que es histórico y masivo: el Barroco americano. Cuando el clero trajo acá el Barroco, y se hicieron las iglesias, eso después derivó en algo que nada tiene que ver con el Barroco de origen. Los indios trataron de copiar ese estilo y les salió algo originalísimo. Tanto o más bello que el Barroco europeo. Lo ves en todas las iglesias tanto de México como de Perú, que son unas iglesias bellísimas, que en cierta medida están dentro del movimiento Barroco pero que no tienen nada que ver con el Barroco europeo. Porque los indios tenían su mundo, su universo. Y ni hablemos de las pinturas, la escuela de Cuzco, la escuela de Lima, unas pinturas que son bellísimas, extrañísimas, y que no tienen nada que ver con la pinturas barrocas.



Más que nada el problema es la carencia de imaginación. Y cuando un tipo no tiene imaginación no le podés echar la culpa, porque es un boludo, y a los boludos no le podés echar la culpa. A los que sí hay que echarle la culpa es a los tipos que son maquiavélicos. Te vuelvo a decir –que fue una de las cosas que más me irritó cuando la vi–, el tipo que agranda la lata Campbell, ese es un imbécil. Es un gil que usa giles, porque los giles se amontonan. Es algo terrible, se agrupan como si fueran un cardumen.

Duchamp, cuando metió el mingitorio lo hizo para joder a la gente, para patearle los dientes. Él era uno de tres hermanos que eran realmente creativos. Y el tipo hizo eso para joder, “le mando a estos norteamericanos boludos cualquier cosa”. Y la pegó, porque se sigue hablando del meadero de Duchamps. Pero acá llegó mal e hizo nacer toda esa cría del Di Tella; porque justo se había demolido un parque de diversiones en Retiro, y entonces utilizaron toda esa chatarra para hacer las cosas. Pero en realidad las expusieron solamente, las sacaron de allá y las pusieron en la calle Florida. Y ellos se creyeron que era un acto ingenioso. ¡Imbéciles! Carentes de imaginación absoluta.
-¿Era realmente más intenso que la época actual el momento cultural de los sesenta, acá en Argentina?
Era absolutamente snob. Pero abrumadoramente snob. Había galerías que eran espantosas, que irritaba a los que queríamos el arte. Y eso se está dando ahora como algo idílico, algo maravilloso, extraordinario. Eran todos una sarta de pelotudos. Yo les hablaba del expresionismo y nadie sabía qué era. ¿Vos crees que alguien conocía a Van Gogh? No sabían un carajo, no sabían nada de nada, eran todos una manga de brutos. Y después se empezaron a hacer sofisticados. Hasta los profesores de la Belgrano no sabían un pito. Aunque había tipos, excepciones, como Pablo Eldestein –que todavía está entre nosotros–, que era profesor de escultura y que podía saber más que Klee o Kandinsky, porque era un tipo que sabía muchísimo. Pero el resto eran tipos que miraban las revistas de arte y copiaban más o menos de ahí. Como se copió todo. Acá Petorutti lo copió a Picasso, Fader a los impresionistas. Y como las reproducciones no llegaban, o llegaban en blanco y negro, que era como no llegar, entonces los tipos vendían el yeite.
Los años sesenta fue el reinado del snobismo. Por supuesto, en literatura hubo cosas maravillosas como Marco Denevi, Cortázar; gente que valía. La revaloración de Borges, que no se hizo acá, sino porque le dieron el premio Formentor en Europa. Yo iba con Borges por la calle y lo cargaban. Íbamos al Ateneo y los pelotudos de ahí, pseudos literarios, se reían, se codeaban como diciendo mirá al viejo que sabe estupideces. Estupideces que eran antigua literatura germánica y todo eso, que para ellos eran giladas. Para ellos, para que algo fuera bueno tenía que hablar de la revolución, de los quilombos, de las cuestiones de la guerra... ¿qué guerra? si acá la guerra más cerca que habíamos tenido en los años sesenta era la del Paraguay. Y los tipos te hablaban de la guerra por puro snobismo. La guerra era de los europeos que se habían comido dos guerras que les volaron la mitad de la gente. Y un día se los dije, en una mesa: déjense de joder hablando de la guerra. Que hablen los europeos que están acá y que la pasaron, pero ustedes qué saben de guerra. Y hablaban de la bomba atómica... Que si uno agarraba al japonés de la tintorería ese sí sabía lo que era Hiroshima y Nagasaki, pero nosotros lo habíamos visto en fotos.
No quiero pasar por desaprensivo, porque Hiroshima y Nagasaki fueron dos cosas espantosas, pero eran en la distancia que estaban; y acá lo hablaban como si hubiese pasado en Chascomús.
-En relación con esto, ¿qué opinión le merece el llamado “arte comprometido”?
Todo arte es comprometido, y el que se llama “comprometido” es el menos comprometido de las artes. Porque se etiqueta, es falso. Van Gogh jamás pensó que iba a ser comprometido pintando a los pobres mineros. El estaba pintando lo que veía. Y quizás es uno de los más comprometidos de las artes. Brueghel, que también pintaba a los campesinos, hizo un arte comprometido; y el jamás pensó que se estaba comprometiendo ni nada por el estilo, y estaba pintando todo ese mundo de los campesinos, sus supersticiones, sus creencias. Es un mundo maravilloso en medio de la pobreza. Y ahí tenés un pintor comprometido en serio. O Gauguin. Más comprometido cuando pintaba en Bretaña, porque cuando se fue como europeo –a pesar de ser hijo de peruano él era bien europeo– al pacífico, la vendía que estaba viviendo en medio de los negros, de los tahitianos, pero él vivía con los franceses, con los dueños de las islas, con los que se habían apropiado de las islas. Por eso, esa época que parece la más comprometida, es la menos comprometida. Ahora, cuando pinta a los bretones, a esa pobre gente de la Bretaña, de la primera época de él, eso sí que es comprometido. Por eso, el que se autotitula comprometido ya es un gil. Mientras que el que lo siente desde las entrañas se puede decir que casi ni se da cuenta. Yo les temo a los que dicen “yo soy comprometido”. No les temo, los desprecio, porque viven de lo que dicen comprometerse. Viven, son cafishios de eso. Mala gente. Eso es lo que creo yo.
-¿Y qué cosas cree que no debe dejar de tener en cuenta una persona abocada al arte, en el momento de la creación?
Más que nada hay que mantener el candor, que es mezcla con alevosía. La creación es una cosa alevosa. Es necesario crear desde ese candor, desde la inocencia. Aunque por supuesto la cosa alevosa es generar el artilugio para asombrar al otro. Y eso uno se lo tiene que llevar a la tumba; lo que inventa para asombrar al otro. Es decir, cuando Shakespeare tomó el mundo de las hadas para hacer Sueño de una noche de verano, utilizó ese yeite y lo hizo de una manera maravillosa, generando un mundo de ensueño. Y la manera en que lo hizo se lo llevó a la tumba.
Pero ya había un candor. El suponer que uno va a crear algo ya es candoroso.
-¿Cómo cree usted que se mide el buen arte?
Borges dice en el prólogo de Sartus Resartus de Thomas Carlyle:
“La literatura es un juego de convenciones tácitas. Infringir
esas convenciones es uno de los muchos deberes de ese juego
de límites imprecisos.”
Una frase maravillosa. Es decir, vos tenés que infringir esos límites en la creación que hasta ese momento existe, esa cosa descomunal que es la creación del hombre. ¿De qué manera? Bueno, cada cual tiene su método, su ímpetu, su especulación o lo que fuere. Pero son convenciones. Yo, por ejemplo, le he preguntado a un persa si le gustaba Beethoven y me dijo “no”. Y era un sabio. A un chino sabio también le he preguntado sobre la música europea y no le interesaba un carajo, ni Bach ni nada. Pero ¿por qué? Porque él no transcurrió por todas esas convenciones que a nosotros nos llevaron a Bach o a Beethoven. Por lo tanto es un mundo ajeno que no los conmueve para nada. Pero nada es en sí de hecho, sino que todo es un a suma de convenciones “tácitas”, como dice muy bien Borges, que se nos van sumando a nuestra cultura y eso nos hace aceptar tal o cual cosa.
-Entonces el arte universal no existiría.
Sí, existe. Y existe, de hecho, porque esas convenciones se van entremezclando. Vos fijate una estampa persa, por ejemplo. La estampa persa se fue generando a través de los mongoles, pero los mongoles también llegaron hasta Viena. Entonces hay todo un entretejido. Es decir, acá tenés a Lao Tsé arriba de su búfalo azul (señala una pequeña artesanía que reposa sobre un estante); si yo conozco su historia, entonces a través de eso puedo imaginarme el Tao Tching.
Lo que te quiero decir es que bien podés ignorar algo siendo sabio. Porque hay mundos que no necesariamente tienen que componerse. Yo ayer estaba citando una frase maravillosa de Sitting Bull –Toro Sentado, el siux– que cuando vio cómo historiaban los europeos su pasado él sacó una conclusión maravillosa. Dijo: “la historia es una falta de respeto para con los muertos”. Es una frase de una inteligencia, de una sagacidad... Porque ellos tenían esa historia mítica en la que acomodaban su pasado lo mejor que podían. Mientras que los otros, a Enrique VIII, por ejemplo, o al mismo Washington, lo estaban corriendo de un lado para el otro. Entonces él se dio cuenta de eso y lo manifestó de esa manera; porque decimos lo que se nos ocurre de esos pobres tipos que no se pueden defender. Es decir, Sitting Bull estaba viendo eso desde su cosmogonía, que no tenía un carajo que ver con sus pretensiones, con su cultura. Y eso se da más seguido. Te puedo dar más ejemplos de esa cosa que parece que nosotros somos los privilegiados, y no. Cada uno sabe lo que le corresponde. Y no necesariamente esa sabiduría es en común. Es decir, nosotros ante los campesinos que vienen acá y se comen todos los semáforos pensamos que somos los vivos y ellos los giles. Pero si nosotros vamos al campo pisamos una yarará cada cinco metros, y ellos no. Eso es algo elemental. Ahora, ¿cuál es la sabiduría más práctica? ¿La de los semáforos o la de la yarará? Yo creo que la de la yarará, a pesar de que le damos más importancia a la de los semáforos.

-Entonces, no imperaría un saber sobre otro.
Hay una capacidad de reflexión que se puede dar en cualquiera, inclusive en los tontos. Es decir, una simpleza práctica que puede más que una elucubración en vano. Aparte, no hay generalidades para eso. No hay una vara que mida. Es de acuerdo con las circunstancias.
El mundo se divide, entre una de las tantas divisiones que puede haber, entre tipos prácticos, que se dedican a cosas útiles, y los que no. Hay una frase de un francés que dice: “el placer siempre renovado de una ocupación inútil”. Claro, pero lo que es curioso es que lo que hace historia es la ocupación inútil. Los Médici no hubieran sido un carajo, y se dedicaban a cosas útiles, si no hubiera sido por todo el Renacimiento, por todos los que estaban alrededor pintando, esculpiendo, escribiendo. Si son citados en la historia, al igual que los Borgia, es por toda esa cría que tenían alrededor. Pero así y todo, si los prácticos no sacaban la chicoria de la tierra, toda esa cría de pintores, escultores y escritores se morían de hambre. Porque no hay que idealizar un carajo a nadie. No creo que una cosa sea más valiosa que otra. Para los que nos gusta la creación creemos que la nuestra es la más valiosa, pero el que tiene una flota de camiones nos ve como una sarta de pelotudos. A nosotros no nos falta razón, pero creo que al que tiene una flota de camiones le falta menos.
-Y en su caso, siendo usted también poeta, ¿para qué escribir poesía?
No, pero cuando yo tenía dieciséis años –y esto no es joda–, yo pensé “o me dedico a hacer guita o me dedico a esto” –al tema de la biblioteca circulante que para entonces había armado y que era lo que a mí me interesaba–. Y yo podría haber hecho guita tranquilamente. Yo trabajé en empresas donde se hacía guita, haciendo muy buenos negocios para los demás, y no para mí, porque no tenía porcentaje, tenía un sueldo. Pero lo que a mí me interesa mucho más, más que crear, una especie de excrecencia que uno tiene, es leer, apreciar las cosas, escuchar la música. Eso es lo maravilloso, lo que me hace bien. El viejo Borges decía “yo no quiero ser valorado como escritor sino como lector”. Y eso es lo lindo, descubrir cosas, descubrir autores.
-¿Se disfruta más que la propia creación?
A veces sí y a veces no. Hay creaciones propias que salen tan redondas que uno se siente satisfecho de una manera... Yo tengo dos o tres cosas que sé que han salido redondas y es un placer enorme. Pero, así y todo, siempre está la duda.
-¿Y está bien que eso suceda?
Sí, sin lugar a dudas.
El viejo Macedonio Fernández le escribió a Canal Feijoo en una carta: “artístico es la duda de ser”. Metió “artístico”; podría haber puesto “el arte” que quedaba mejor; pero lo cito fielmente. Y es hermoso eso. A parte el viejo la pensaba...No hacía un carajo en todo el día, por lo tanto tenía tiempo para pensar. Y es así, el arte es siempre duda. Y yo creo que eso lo padeció todo creador, desde el que pintó la cueva de Altamira. Habrá pensado “estaré haciendo una boludez pintando estas vacas pintadas en la pared”.
-¿ El hecho de que usted no quiera publicar lo que escribe, como en el caso de sus poemas, tiene que ver con esta duda de la que habla?
Sí, claro. A mí no me interesa publicar. Lo mío es críptico, es cerrado, es hermético. Además, así no seas críptico te interpretan para el carajo. Porque la creación tiene ese tornasol del cual uno no sabe qué color elige el otro que lo lee. Así como la vida cotidiana es una suma infinita de malos entendidos, en la creación esos malos entendidos se dan de igual manera. De pronto te dicen “¡qué extraordinario lo que quisiste decir!”, y vos no quisiste decir un carajo de eso, pero de pronto esa persona vio lo que quería ver.
-Y teniendo en cuenta esto, ¿qué función tendría el crítico de arte, entonces?
El crítico está al pedo. Lo que hay que hacer es crónica. Anoticiar. Es una especie de bando, de decir “miren, llegó tal cosa, llegó tal otra”, como pasaba en el antiguo mercar: “llegaron naranjas... de Granada”. Entonces sí. Porque el crítico es un cafishio, de lo que se trate. Lo que es válido es la relación entre la creación y el hombre. La crítica es un intermediario que está al pedo. Capaz que uno te dice “no, no lo leas”, y tal vez lo que te está negando ese gil es lo que vos tenés que leer. Vos eso lo ves en los diarios todos los días. En el cine ni hablar, que es algo más evidente, más elemental. Pero después tenés tipos que te elogian una estupidez. Al crítico no hay que darle bola. Lo importante es la relación creación / espectador, o lector. Esa es la relación íntima, verdadera, y única. Única en el sentido de que cada lector tiene su interpretación, eso que yo te decía acerca de ese tornasol que tiene la creación. Porque toda creación es una ambigüedad, salvo la pintura que se hacía en la época del nazismo o del stalinismo, que no era una ambigüedad sino una rotundez de la boludez que se vivía, o de la cosa espantosa que se vivía. Entonces, el arte es una sugerencia. El arte sugiere. Y al otro le corresponde captar esa sugerencia y unirla a su subjetividad.
Yo, por ejemplo, nunca entenderé la admiración hacia la gioconda; una gorda boncha que se está sonriendo... es algo que nunca me interesó. En cambio, otras cosas de Leonardo me parecieron fascinantes. Y hay toda una mitología, considerado el mejor cuadro de la historia del Hombre, y para mí es una gorda boncha. Y cuando estuve delante de ella me pareció lo mismo, porque yo la había conocido a través de las latas de dulce de membrillo, y de alguna buena reproducción. Pero sigo pensando lo mismo, es una boncha detrás de un vidrio.
-¿Cree que toda esa parafernalia tiene que ver con el snobismo del cual hablaba?
Es que el snobismo no es un invento del siglo XIX. Yo creo que hasta entre los cromagnones había snobismo. Es propio del hombre. El hombre es tilingo. El snobismo es cosa de tilingos. Así que no es un invento de ahora.
-¿Podría contarme algo sobre su obra, Marisul?
Es un cuento que me van a publicar en España. Porque se dio el encanto, la cosa mágica de que le interesó a una sinfónica de España, y entonces van a hacer una ópera con ese cuento. Y ahora estoy haciendo los libretos. Así que sale el libro y además se hace la ópera.
-¿Es la primera publicación del libro, o es una reedición?
No, esto es algo completamente nuevo. Algo muy lindo. Por eso, cuando menos te imaginás... Es una expectativa. Recuerdo a mi padre que en la vejez decía “lo que yo no tengo es expectativa”. Es jodido vivir sin expectativa. Pero cuando estás en la lectura siempre se te ocurren expectativas. Yo estoy buscando libros constantemente. El otro día encontré uno de la madre de Oscar Wilde, que figura como Lady Wilde, nada más. Porque a mí me interesa mucho el mundo de las hadas, de los duendes, ese tipo de creencias. Y es un libro que siempre encontré citado, como hay otro de Walter Scott que encontré hace muchos años, que trata de ese tipo de cosas. Y ella es una vieja muy piola, en las biografías de Wilde aparece como una persona que lo aconsejó bien, pero él no le dio pelota, se quedó y fue a parar preso. Ella le dijo rajate de Inglaterra, cuando le estaban haciendo el proceso. Y el otro se quedó. ¡Gordo Boludo! Porque era boludo; no tenía calle, no tenía adoquín; no se puede decir asfalto porque en Inglaterra no existía en esa época– Y la vez pasada, de pronto me encontré con este libro, con algunas de las más lindas aventuras que he leído. Y lo lindo es que en ninguna parte del libro dice que es la madre de Oscar Wilde. Los traductores ni se deben haber enterado. Y eso es una de las pocas ventajas de ser intelectual, uno hasta que se muere está interesado en las cosas. Y de eso yo me avivé desde que era pibe. Veía a lo viejos intelectuales con sus cosas, mientras que los otros estaban limpiando los anteojos todo el día. Es algo que no se acaba. Que se acaba con uno.
-¿Sigue escribiendo poemas?
Sí, sigo escribiendo. El poema sale, es una necesidad. Ahora escribí un cuento que lo tengo ahí. Que en realidad no es un cuento, es una observación. La mayoría de mis cuentos son observaciones. Porque últimamente tuve momentos jodidos, y escribí uno muy desesperado con respecto a los libros, a estos que están acá. Y los estuve sacando el otro día a la noche, tarde, porque viste que se murió la mina esta, la Epumer; y ella es descendiente de un cacique, de Rosas Epumer –Epumer es un apellido indígena– Y estaba escuchando el otro día por radio, en la catrera, que decían eso; entonces me levanté y me puse a buscarlo. Y lo encontré al tipo, al ascendiente de ella, Rosas Epumer –se ponían todos “Rosas” porque Rosas en ese momento reinaba– y el libro contaba –porque acá nosotros tuvimos un especie de Auschwitz, en la isla Martín García, que era a donde enviaban a todos los indios jodidos, y ahí en la promiscuidad se contagiaban de tuberculosis y se morían–, y el libro contaba que un tipo que estaba acá, un Cambaceres –que es una familia que yo conozco, una familia vieja argentina– se enteró de que Epumer estaba ahí y se lo llevó como si fuera un avestruz a su estancia, en la provincia de Bs. As, y el tipo murió ahí en la estancia. Se puede decir que lo compró. Y de ahí habrá salido la descendencia de esta chica. Si el indio hubiera sabido que iba a tener como descendiente a una rockera se hubiera cortado las bolas. Lo que menos podía pretender de una descendiente es que fuera malonera. Aunque el rock es lo más parecido que hay a un malón, así que está bien (risas).
Y empecé a mirar el libro y a preguntarme a donde iría a parar. Siempre uno tiene esas preguntas sonsas, porque son sonsas. Los libros siguen siendo, así uno se muera a los veinte años o a los setenta. Yo tengo libros que vaya uno a saber por cuántas manos habrán pasado. Esperando que yo me muera para rajarse de acá porque ya se estarán aburriendo.
-¿Qué poetas aprecia?
Una infinidad.
-¿Alguno que recuerde ahora?
El primero que me avivó cuando yo tenía diez años más o menos –cuando me di cuenta de que me gustaba la poesía, cuando me di cuenta de que esto era otra cosa que toda esa boludez que yo leía en la primaria, “Rama florida” y todas esas cosas– fue Juan Ramón Jiménez. El primero que me infundió poesía fue él. Y el último que me asombró fue Pessoa. Es decir, Pessoa me asombró en los sesenta, cuando vino la primera traducción. Pero en ese arca hay muchos. Hay seres que uno adora. Yo con Pessoa tengo una intimidad única, como con Juan Ramón. Shakespeare me gusta en la poesía de sus obras de teatro, sus conceptos. Pero nombrar a uno es olvidar a tres mil.
-Y a la hora de escribir, ¿lo perturba toda esa lectura?
No, al contrario. Es una calesita terrible que te pasa por el mate. Porque se te vienen todos. Es hermoso. Por ejemplo, en uno que escribí sobre los cuervos y los loros, empezó a venir una calesita de todas las cosas que uno tiene en la cabeza. Es un carrusel que tenés en el mate todo el tiempo. Cuanto más leés, y más mirás, y más atento sos, más te divertís. Yo me río mucho, me divierto mucho con la creación del hombre. Me está pasando ahora –yo pasé una etapa jodida, de un diagnóstico jodido sobre un tumor cerebral, y de pronto que no era o que no es tan así–, que me está causando mucha gracia la música, mucho placer. Cosas, por ejemplo, de Paganini, hechas con guitarra y violín. Y me divierte como si estuviera leyendo una historia, una composición que me está sucediendo en la oreja. Sonrío ante el placer de ver el yeite que metió acá o allá. Algo que yo no había frecuentado mucho, unas sonatas para violín y guitarra. Que tampoco es demasiado frecuente. Es poco usado un instrumento como la guitarra; salvo por los españoles.
Y hay todo un entretenimiento constante. Chaplin dice en una película, en Candilejas, mirando fijo a la cámara: “cuando yo era pobre le preguntaba a mi papá por qué no me compraba juguetes, y entonces mi padre me puso el dedo en la cabeza y me dijo para qué querés juguetes si este es el juguete que tenés”. Y claro, “usalo que es gratis”, “no tenemos porqué andar gastando” (risas). Había mucha malaria en la casa de Chaplin. Eran cómicos de la legua. Pobre gente que comían hoy y mañana no. Entonces el viejo le dijo ahí tenés el chiche, ahí tenés el mate. Y eso es lo lindo, el chiche. Ese es el juguete que uno tiene. Gracias a Dios los seres humanos, para placer y para horror, tenemos la imaginación. Es así nomás. O tal vez sea todo lo contrario. «

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