El arte como sustituto de la vida
Es demencial ponerse a pensar, siquiera un minuto, en la idea de que son los sufrimientos y las tristezas y las desolaciones de los grandes hombres, que logran poner esas desdichas en palabras, las que nos salvan a nosotros, los que podemos, únicamente, apreciar y contemplar y aprender de ellos. Dije salvar; quizá sea un error. Acaso salvar sea sólo una de las tantas vertientes que uno pueda adoptar. Porque también existe la idea del refugio, como modo de huir de la realidad del mundo para adentrarse en los universos de estos grandes hombres. Pinta tu propia aldea y serás universal, dijo Tolstoi. Hay libros que aparecen frente a nosotros como epifanías. De hecho, el mismo Abelardo Castillo concibe la posibilidad de que sean los libros los que saltan a nuestras manos y no nuestras manos las que buscan, temblorosas, a las palabras. Hay libros como epifanías, sí. Vale. Pero también hay autores como epifanías. Como la demostración cabal y más acabada, digo, y más intrínseca y más irrefutable del ser. Henry Miller, todo (sus cartas, sus libros de viaje, sus novelas, sus ensayos, sus cuentos o relatos cortos no del todo perfectos, sus poemas dispersos a lo largo de su obra, los homenajes que él mismo ha hecho de sus propias epifanías), todo, digo, fue como el descubrimiento de una verdad enormísima y sagrada, en mi adolescencia. Pero mi adolescencia no importa. Tampoco mi descubrimiento o, si se quiere, su acercamiento hasta mis manos, un poco mágica y un poco imprescindiblemente.
“Ocúpate de las cosas pequeñas, porque las grandes se hacen solas”. Esto lo escribió Miller en su ensayo llamado “La lectura en el retrete”. Aquí está la aldea. El resto del mundo, el que lo lea, será lo que complete esta frase: esa parte “universal” de la que hablaba el escritor ruso.
Jacob Boheme escribió en alguna parte que aquel que no muere antes de morir está perdido cuando muere. Aquí podríamos cifrar no sólo la literatura de este escritor norteamericano nacido en Nueva York en 1891 y fallecido en Los Ángeles en 1980, sino toda su vida: él morirá para renacer en cada muerte. Así, tanto obra como autor están íntimamente ligados y se necesitan. Esta es la clave: él no escribirá ficción en el sentido de la invención de historias que provienen puramente de su imaginación; su literatura, sus libros, sus palabras mismas, serán él mismo. Serán lo que este escritor sangre del mundo. Su cosmovisión entera se desplegará brutal y violentamente en toda su obra. Para comprenderlo mejor, él mismo ha escrito que toda su producción es como un espejo de sus días. Incluso partiendo (en forma desordenada) de su niñez o su primera adolescencia como el fragmento inolvidable llamado Distrito catorce en la segunda parte de su primera trilogía: Primavera negra.
Miller tiene alrededor de veinticinco libros publicados. Obra extensa, si se tiene en cuenta, que si bien comienza a escribir de joven, le es permitido publicar (por motivos – ilógicos creo – que explicaré más adelante) a la edad 43 años en 1934, su novela Trópico de cáncer, que será el comienzo de su personal descenso a los infiernos, como pasa con Dante, como pasa con Virgilio.
Esta primera obra se publicará en París, ciudad donde residía Miller tras irse enojado y enfurecido con el país que vio morir su infancia y su juventud. Es por estos años, con el lanzamiento de su novela inicial, cuando comienza a gestarse uno de los grandes problemas en la vida de Miller: la prohibición. Por un lado alabarán esta obra autores como T.S. Eliot y Cendrars considerándola de innegable importancia y validez al tiempo que chocará furiosamente contra la opinión de las autoridades inglesas y norteamericanas que declararán Trópico de cáncer como un libro pornográfico prohibiendo su circulación. Comenzará, de este modo, a librarse otra batalla que también será constante: la de la obscenidad. Claro que si pensáramos en el verdadero significado de esta palabra, comprenderíamos que en Miller lo que se ha llamado falsamente obscenidad no es tal, debido que donde participa el sentimiento, no participa ¡y hasta hace desaparecer automáticamente! a la pornografía. Sobre todo si tenemos en cuenta a la palabra obsceno en su sentido estricto y primero, en su valor antiguo que denota mostrar algo que no debe mostrarse. Esto, en Miller, no tendría sentido alguno ya que no hay nada censurable, nada prohibido. Lo que sí debiera de serlo son ciertas críticas que intentan derribarlo inútil y deslealmente.
A partir de que se publica Trópico de cáncer, Miller vive cinco años más en París, donde publica dos novelas: Primavera negra (si bien esta obra no es estrictamente una novela ya que es en realidad una recopilación de ensayos, relatos y cartas) y Trópico de capricornio. También publica Max y los fagocitos blancos (serie de ensayos, cuentos, comentarios y cartas). Transcurridos esos cinco años, se traslada a Grecia donde lo espera su amigo Lawrence Durrell, con el cual comienza a escribirse en el año 1935 y con quien forjará y mantendrá una estrecha y feliz amistad hasta la muerte de Miller, en 1980.
Permanece allí (en París) un tiempo hasta que la segunda gran Guerra lo obliga a regresar a Estados Unidos en 1940. Ese mismo año, ya en su país natal, redacta El coloso Moroussi, El mundo del sexo, Días tranquilos en Clichi y comienza a delinear y a escribir la primera parte de su segunda trilogía (La crucifixión rosada): Sexus. Los dos años siguientes viaja por Estados Unidos y, utilizando las impresiones y experiencias de esa travesía, escribe Pesadilla de aire acondicionado y Recordar para Recordad. Deben pasar tres años más a partir de esa excursión por su país para concluir con Sexus y escribir, luego, el resto de su obra, como: Los libros en mi vida, El libro de mis amigos, Nueva York ida y vuelta, la sabiduría del corazón, Un domingo después de la guerra, entre otros.
De ese modo, Miller, comienza a erigirse a sí mismo y a ser erigido por un público que ve en él no ya a un escritor pornográfico, sino a un profeta, a un hombre que arroja luz sobre un mundo oscuro y sumergido en las espantosas tinieblas que ha provocado el género humano. Así, la luz que irradie, la luminosidad que proyecten sus obras hablarán por él ¡y él hablará clara y directamente por medio de sus palabras! en el tono que hace que Henry Miller se haya convertido en lo que es. Tono de una brutal sinceridad, de una violencia salvaje y de un lirismo feroz, descarnado y crudo.
Hasta aquí hemos dado tan sólo un testimonio superficial del escritor norteamericano. Sin embargo nos gustaría acercarnos todo lo posible al carozo del asunto, como le gusta decir a David Viñas. Así se nos plantea un problema: el de la consagración. Al momento de elevar a un autor de manera absoluta y taxativa lo hacemos bajo la condición o el título de “autor clásico”.
Si nos atenemos a la definición de esta nomenclatura, definiríamos escritor clásico (o autor del arte en general) como un hombre que ya no puede ¡y mucho menos debe! ser discutido. El autor clásico es. Pero, y es precisamente en este punto donde surge nuestro dilema, cómo designar a un autor del S. XX como clásico, puesto que esa denominación les es dada a los artistas luego de pasado un tiempo prudencial. No obstante, podríamos referirnos a Henry Miller no ya como un autor clásico desde el punto de vista estético, sino como un autor romántico eliminando así la variante tiempo que nos impide consagrar a este escritor cuya obra sí nos parece indiscutible.
Y ahora, volviendo a la década de 1930, ocurre un hecho insoslayable en la vida del norteamericano: conoce, en su estadía en Francia, la obra de Arthur Rimbaud. Miller se ve reflejado, como un espejo demasiado monstruoso, en el poeta francés. Así, El tiempo de los asesinos, se transformaría en realidad en una búsqueda incesante de la otra cara que devuelve el espejo, esa otra imagen que refleja a Henry Miller haciendo de este libro no un mero ensayo formal, sino precisamente eso: la desesperada búsqueda a través de analogías y afinidades entre ambos. Es en este libro donde Miller se revelará a él mismo, al lector y también al mundo (como ese triple efecto que produce la poesía) considerando al artista no valioso en sí mismo, sino por lo que pueda ofrecerle al mundo y al hombre. Este libro será otra prueba cabal de que si bien a Henry Miller la sociedad le importa, no en los términos de una simple nomenclatura, sino en relación con el lugar que ocupa cada persona en el mundo. Aquí él exalta lo que llamó “el suicidio en vida” de Rimbaud, que considera la mejor forma de protesta y revelación contra la sociedad. […]“Cuando sentimos lástima por su suicidio, en realidad sentimos lástima por nosotros mismos, porque nos falta el coraje necesario para seguir su ejemplo”[…], dice Miller. Este crudo pasaje no es más, se nos ocurre aquí, que la catarsis griega, pero invertida. En esta catarsis del sigo XX no habrá un temor por parte del público a parecerse al personaje y descubrir que pueden sucederle las mismas atrocidades. No. Habrá más bien un temor por no tener el valor que tuvo el poeta francés para llegar a ese “suicidio en vida”. Ahora bien, donde sí habrá una verdadera catarsis, no ya del publico en general, sino por parte del propio Miller frente a sus propia obra, será en su trilogía de La crucifixión rosada, de la cual dirá en Trópico de capricornio:[…] “el drama que el hombre de hoy está actuando por medio del sufrimiento no existe para mí. Todos mis calvarios eran crucifixiones rosadas, en broma, seudoragedias” […]. Esta trilogía será, igualmente, la clave para entrar de lleno en el infierno personal donde ha comprendido que sufrir es inútil.
Por otra parte, para muchos es incomprensible que, por un lado uno de sus temas capitales sea el hombre (sincrónica y diacrónicamente), al tiempo que haga tan explícito ese odio tan profundo que siente hacia su país y hacia su pueblo, […] “¡Norteamérica! ¡Qué lejos pareces ahora! La distancia no lo explica. Hay algo más. Cuando pienso en Nueva York pienso en un niño gigantesco que juega con potentes explosivos”. […] Más adelante continúa: […] “Cómo o por qué se erigió un rascacielos carece en absoluto de importancia. Está ahí… ¡Eso es lo que importa! ¡Hechos! ¡Hechos! Te pegan en el ojo, te tiran redondo al suelo, te pisotean. Caminas entre hechos día tras día. Comes hechos” […] Y concluye: “¡Eso es Nueva York! Es el interior de un reloj que funciona perfectamente en un caos increíble. Nadie jamás ha estado fuera de él, mirándolo desde fuera. No hay quién sepa qué es un reloj. El reloj marca el tiempo a la perfección. ¿Qué clase de tiempo? Pregunta que ningún norteamericano se formula. Es la hora…o más bien es un reloj ¡O un mecanismo que se asemejaría a un reloj si en la conciencia de los norteamericanos hubiese algo capaz de imaginar un reloj. Pero no hay nada…” […]. Ese rechazo demasiado sanguíneo y demasiado visceral por su patria aparece representando a Estados Unidos como un gran desierto inanimado, despoblado de toda vida porque nada sobrevive al infierno abrasador de una tierra alejada y distante de cualquier hálito de esperanza. También la gente que deambula y “vive” en esa tierra, será inconsciente y autómata, término (este último) que para Miller es el antónimo del concepto de libertad. Sólo con la muerte de esa mecanización absurda y terrible existirá la plena autoconciencia, la única libertad. El autor niega, entonces, la validez de cualquier institución, ley o costumbre. La base de este rechazo está sostenida en la imposibilidad de urdir la imagen de su propio pueblo con la imagen platónica de lo que un pueblo es. Por eso Henry Valentine Miller tendrá esa ansia abrumadora de recobrar el paraíso, no ya de su propia juventud, sino la añoranza de reencontrar la vida de un mundo que parece como muerto. Y es en esta añoranza, justamente, donde se debatirá; esta ansia que jamás llega: ni con las mujeres ni con los largos paseos nocturnos entrando y saliendo de teatros de revista ni con la soledad misma que, como decía Bernard Shaw, “es una gran cosa lástima que uno esté solo”. Quizá haya recobrado ese paraíso perdido para siempre en su propia literatura y en la literatura de los autores que lo han ayudado a sobrevivir. Porque, como plantea él desde su primera palabra en su primer libro hasta el final de sus días, para cambiar la sociedad hay que cambiar antes (necesariamente) al hombre. Asimismo Miller se siente unido al mundo, a la tierra como una totalidad; en cambio, por lo que no sentirá jamás una afinidad será por la civilización, sea cual fuere. […] “Hoy me enorgullezco de decir que soy inhumano, que no pertenezco a los hombres ni a los gobiernos, que no tengo nada que ver con credos y principios. No tengo nada que ver con la crujiente maquinaria de la humanidad: ¡pertenezco a la tierra!”[…]. Esta cita de Trópico de cáncer es una prueba fehaciente de que el tema principal en este libro es la liberación personal, que iniciará luego su resurrección en Sexus, Plexus y Nexus, renaciendo de la muerte con un previo paso por el infierno que todo hombre debe atravesar si realmente quiere llegar a ser lo que es.
De este modo toda la obra que sigue está escrita por ese personaje que se ha liberado y ha roto esas cadenas que lo ataban a un irremediable pasado. Primavera negra (segunda parte de su primera trilogía) es el preludio o la antesala a ese infierno, transformándose Trópico de capricornio en la tentativa de abrir deliberadamente esa puertas del Hades propio. En esta novela, que es en realidad un extenso y verborrágico monólogo, el escritor (y el personaje) van y vienen con la libertad que de a poco van conquistando. Luego de este descenso sobreviene (como en todo héroe) un ascenso, que en el caso de Miller será lento y feroz, y hacia la vida, como quien resurge de la muerte, o como quien se despierta de una atroz pesadilla. En este despertar hacia la vida de las cenizas de la muerte, aparecerá el personaje femenino que ayudará al Henry Miller-personaje (y hombre) a encontrar su propio lugar en el mundo. Mona es la que lo impulsará a ser escritor; es el personaje femenino que, gracias a su constante apoyo, quedará inmortalizado para siempre en las páginas de sus libros. Es, si se quiere, su sibila, la que lo toma de la mano y lo conduce por el oscuro camino de regreso a la vida. Por eso, como dijo alguna vez Isidoro Blaisten, “la medida del hombre es la mujer”.
Ella, junto con los demás personajes en sus novelas, son los que instalarán a Miller como uno de los clásicos del sigo XX.
“El sufrimiento – dirá en las páginas finales de Plexus – es innecesario” […] “En el último momento desesperado – ¡cuando no puedes sufrir más! – ocurre algo de carácter milagroso. La gran herida abierta por la que se derrumba la sangre de la vida se cierra, el organismo florece como una rosa”. Por eso creemos que para Henry Miller, en cada herida de la vida, en cada golpe como del odio de Dios, como dice Vallejo, hay una gran esperanza de una eterna libertad.
Nunca dejó de escribir, ni cuando estuvo casado con alguna de sus cinco esposas ni en alguno de los eventuales trabajos que conseguía ni mientras le redactaba cartas a todos sus amigos pidiéndoles dinero ni furioso contra el mundo ni enamorado de una mujer a la cual le llevaba más de sesenta años de edad. Lo que nos queda de él son más de dos docenas de libros innegables y una postura frente al hombre, frente a la vida y frente al arte en general, que, como afirmó Durrell, el hombre que encarna la lealtad y la amistad, “estará entre esas torres de la creación como Whitman y Blake, que nos han dejado no sólo obras de arte, sino un cuerpo de ideas que explican e influyen todo un tipo de cultura”.
Por Nicolás Mazía
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